Page 121 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
P. 121
EL IMPERIO PERSA 115
también el rey Artajerjes Ojos cuando se puso en campaña para aplastar la insu
rrección del Egipto; por donde una monarquía fundada sobre los triunfos de las
armas persas veíase obligada a recurrir, para sostenerse, a los servicios de los mer
cenarios griegos.
Es cierto que Artajerjes III Ojos había sabido restablecer todavía, al exterior,
la unidad del imperio e imponer su poder con ese rigor sangriento que es con
dición inexcusable del despotismo; pero era ya demasiado tarde y él mismo se
hundió en la inacción y la debilidad, mientras los sátrapas conservaban sus posi
ciones omnipotentes y los pueblos, sobre todo los de las satrapías occidentales,
no olvidaban, a pesar de la redoblada opresión, que estaba cercana la hora en que
sacudirían aquel yugo. Por fin, tras nuevos y espantosos desvarios, fué a parar
el trono a manos de Darío III. Para poder salvar el imperio, este soberano ha
Jjría tenido que ser enérgico en vez de virtuoso, implacable en vez de magnánimo,
déspota en vez de benigno; los persas lo adoraban y los sátrapas le eran leales,
pero esto no le salvó; era amado, pero no temido, y pronto había de demostrarse
cuántos grandes del imperio anteponían su propio beneficio a la voluntad y a
los favores de su señor, en el que podían admirarlo todo, menos una cosa: la
voluntad y la grandeza de mando.
El imperio de Darío extendíase desde el Indo hasta el mar helénico, desde
el Jaxartes hasta el desierto de Libia. Su dominación o, mejor dicho, la de sus
sátrapas no difería con arreglo al carácter de los distintos pueblos dominados;
esta dominación no era en parte alguna popular, no se hallaba asegurada en
ninguna parte por medio de una organización surgida del propio país y cuyas
raíces estuviesen profundamente soterradas en él; limitábase a una serie de actos
de momentánea arbitrariedad, a un sistema de constantes depredaciones y a una
especie de continuidad hereditaria de los poderes públicos completamente con
traria al sentido del régimen monárquico y que había ido aclimatándose en los
períodos dé desmadejamiento del poder, de tal modo que el gran rey apenas
tenía ya sobre ellos más autoridad que la de las armas o la que les impusieran
las conveniencias personales de someterse a su soberano.
El estado en que se hallaba el pueblo en todos los países dominados por
el imperio persa hacía al coloso de los pies de arcilla todavía más incapaz para
defenderse. Es cierto que los pueblos del Irán, de Ariana, de la Bactriana, eran
pueblos guerreros, que se sentían satisfechos con cualquier clase de gobierno, con
tal de que éste los condujese a la guerra y al botín; y los jinetes de la Hircania,
los bactrianos y los sogdianos formaban los ejércitos permanentes de los sátrapas
en la mayoría de las provincias; pero no había que buscar en ellos el más leve
sentimiento de adhesión personal a la monarquía, y a pesar de lo temibles que
estos jinetes habían sido en otro tiempo para el ataque, en los ejércitos reclu
tados entre sus pueblos por Ciro, Cambises y Darío, no había que esperar de
tales tropas una defensa seria y tenaz, sobre todo si tenían que enfrentarse con
la- pericia guerrera y la bravura de los griegos. Y no digamos los pueblos del
occidente del imperio, mantenidos siempre en la sumisión con gran esfuerzo y