Page 120 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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114                      EL  IMPERIO  PERSA


       de  sus  oficiales  y  de  sus  tropas  que  el  modo  como  su  rey  se  empeñaba  personal­
       mente  en la  lucha  y  encabezaba  siempre  el  golpe  decisivo  contra  el  enemigo,  en
       lo  más  álgido  de  la  batalla.  Todo  esto  hacía  que  su  ejército,  aun  siendo  inferior
       en  número  al  del  adversario,  por  su  estructura  orgánica,  por  el  adiestramiento
       táctico  de  las  diversas  armas,  por  sus  mandos  y  por  el  hombre  que  lo  dirigía,
       pudiera  ponerse  en  marcha  con  la  conciencia  de  su  plena  superioridad  moral  y
       sentirse seguro  de la victoria.
                                E L   IM PER IO   PERSA
           El  imperio  persa  no  estaba  en  condiciones  de  poder  hacer  frente  a  este
       ejército.  La extensión de  su  territorio,  las  relaciones  entre  los  pueblos  dominados
       por  él  y  la  defectuosa  organización  de  su  administración  y  de  sus  fuerzas  arma­
       das llevaban ya implícita la  necesidad  de  su  caída.
           Si nos fijamos en el estado del imperio persa en el momento en que Darío III
       subió  al  trono,  nos  damos  cuenta  en  seguida  de  que todo  él  estaba  abocado  a  un
       proceso de ruina y desintegración. La  causa  de ello  no se hallaba  en la  corrupción
       de las costumbres de la  corte,  de la  casta  dominante y  de  los  pueblos  dominados;
       la  corrupción  de  las  costumbres,  satélite  inevitable  del  despotismo,  no  socava
       jamás  el  poder  despótico,  el  cual,  como  lo  demostró  durante  bastante  tiempo
       el  imperio  otomano,  puede  sostenerse  entre  las  más  desenfrenadas  francachelas
       de  la  corte  y  del  harén,  entre  las  intrigas  y  las  ignominias  más  desvergonzadas
       por  parte  de  los  grandes  del  reino,  entre  violentos  cambios  de  monarca  y  bajo
       la más feroz crueldad contra el partido poco tiempo  antes  omnipotente,  y además
       obtener nuevos y nuevos triunfos diplomáticos y militares en todas las  direcciones.
       La causa de las desdichas de Persia hay que buscarla en la serie de soberanos que se
       sucedieron  en  el  trono,  débiles  e  incapaces  de  empuñar  las  riendas  del  gobierno
       con la firmeza que exigía el interés del imperio; ello explica que fuese desaparecien­
       do,  poco a poco,  el  temor de los  pueblos,  la  obediencia  de los  sátrapas  y la  única
       unidad del imperio  que aseguraba la  cohesión  de  éste.  En los  pueblos  sojuzgados,
       que  conservaban  en  todas  partes  su  antigua  religión,  sus  leyes  y  sus  costumbres,
       y  algunos  de los  cuales  tenían  a  su  frente  a  príncipes  de  su  propia  nacionalidad,
       fué ganando  terreno  el  deseo  de  independencia;  en los  sátrapas,  poderosos  gober­
       nadores  de  grandes  y  alejados  territorios,  la  sed  de  un  poder  propio  y  soberano,
       y en el pueblo dominante, el que se hallaba en posesión del poder y acostumbrado
       a  ejercerlo  y  que  había  olvidado  ya  las  condiciones  en  que  se  basa  este  poder  y
       que  aseguran  su  duración,  la  indiferencia  frente  al  gran  rey  y  el  linaje  de  los
       aqueménidas.  En  los  cien  años  de  inacción  casi  completa  que  siguieron  a  la
       campaña guerrera  de Jerjes  contra  Europa,  había ido  desarrollándose en los  países
       griegos  un  arte  de  la  guerra  nuevo  y  peculiar,  con  el  que  Asia  evitaba  medirse,
       hasta que, a fuerza de evitarlo,  no supo ya hacerlo.  La  expedición  de los  Diez  mil
       había  venido  a  poner  de  manifiesto  que  la  estrategia  de  los  griegos  era  más
        poderosa  que  los  inmensos  ejércitos  de  los  pueblos  de  Persia;  a  ella  se  confiaban
       los  sátrapas  cuando  se  sublevaban  contra  el  gran  rey  y  a  ella  se  encomendó
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