Page 196 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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190                     PREPARATIVOS  PERSAS

      en todo  lo que  Darío  hacía  o  intentaba  hacer;  el  porvenir  de  la  monarquía  persa
      y  de  su  justa  causa  iba  entenebreciéndose  cada  vez  más;  ya  estaban  abiertas  las
      puertas  del Asia,  ya  eran  presa  del  vencedor  las  ricas  satrapías  de  la  costa,  ya  los
      firmes  cimientos  del  imperio  de  los  Aqueménidas  se  estremecían.  Y  si  el  gran
      rey,  dejándose llevar por la  blandura  de  su  carácter,  hubiese  renunciado  de buen
      grado a lo ya perdido y hubiera estado dispuesto a hacer sacrificios todavía mayores
      por la  paz,  no cabe  duda  de  que  a  un  hombre  como  él,  más  apegado  a  su  mujer
      y a  sus hijos  que  al  trono y  al  imperio,  la  gran  medida  del  dolor  que  experimen­
      taba  tenía  que  hacerle  sentir la  magnitud  de  su  caída.
          Este motivo es el que pintan con más vivos colores aquellas tradiciones  a  que
      aludimos. No cesan de señalar que Alejandro  tenía en su poder,  como prisioneros,
      a  Sisigambis,  la  madre del gran rey,  a  sus hijos y  a  su  esposa,  la  más  bella  de  las
      mujeres  de  Asia  y  doblemente  querida  para  él  porque  llevaba  un  hijo  suyo  en
      sus entrañas.  Darío  ofrece  al  enemigo  la  mitad  de  su  imperio  e  inmensos  tesoros
      por el rescate de  los  prisioneros,  pero  el  orgulloso  vencedor  sólo  quiere  una  cosa:
      la  sumisión  o  una  nueva  batalla.  El  eunuco  Tireo,  servidor  de  la  reina  presa,
      huye  del  campo  enemigo  y  se  presenta  ante  Darío  con  el  triste  mensaje  de  que
      la  reina  ha  muerto  en  el  parto.  Darío  se  azota  la  frente  y  llora  entre  amargas
      lamentaciones la  muerte de Estateira,  su  esposa,  y el dolor  de  que la  reina  de  los
      persas  no pueda  gozar siquiera  del honor  de  su  sepultura.  Pero  el  eunuco  le  con­
      suela  diciendo  que  ni  en  la  vida  ni  en  la  muerte  se  olvidó  el  rey  macedonio  de
      que era la esposa  de  un  rey,  que  siempre le  dispensó los  más  altos  honores  a  ella,
      a  su madre y a  sus  hijos,  que  enterró  a  la  reina  muerta  con  todo  esplendor,  a  la
      usanza  persa  y  derramando  lágrimas  en  su  memoria.  Darío,  conmovido,  le  pre­
      gunta si permaneció casta,  si le fué fiel hasta  su muerte,  si Alejandro  no la  obligó
      a entregársele en contra  de  su voluntad.  El  fiel  eunuco  se  postra  a  los  pies  de  su
      señor y le  suplica  que  no  mancille  la  memoria  de  su  noble  soberana  ni  se  prive,
       en su infinito dolor, del último consuelo, el de haber sido vencido por un enemigo
       que no parece ser un  simple mortal;  y le jura por lo más  sagrado  que  Estateira le
       permaneció  fiel  y  casta  hasta  la  muerte  y  que  la  virtud  de  Alejandro  era  tan
       grande  como  su  valentía.  Darío,  entonces,  levantando  los  brazos  al  cielo,  pide  a
       los  dioses:  “ ¡Si  es  vuestra voluntad  conservarme  el  imperio,  ayudadme  a  ponerlo
       de  nuevo  en  pie  para  que,  como  vencedor,  pueda  pagar  a  Alejandro  lo  que  ha
       hecho a los  míos;  pero  si  está  dispuesto  que  yo  no  siga  siendo  dueño  y  señor  del
       Asia,  no  entreguéis  la  tiara  del  gran  Ciro  a  otro  que  no  sea  él” .
           Ya el llamamiento  del rey para que sus pueblos  se levantasen en armas  había
       llegado  a  todas  las  satrapías  del  imperio,  menos  a  los  territorios  que  se  hallaban
       en  poder  del  enemigo,  los  cuales,  aunque  grandes,  no  eran,  sin  embargo,  muy
       considerables  en  proporción  a  la  extensión  total  del  imperio  persa.  Aún  se  halla­
       ban intactos  todo el  Irán,  la Ariana y la  Bactriana,  todas  las  inmensas  tierras  que
       llegaban  hasta  las  fuentes  del  Eufrates.  Eran  los  pueblos  más  valientes  y  más
       leales  del Asia,  y  sólo  aguardaban  las  órdenes  del  rey  para  ponerse  en  campaña.
       ¿Qué  valían  el  Egipto,  la  Siria,  el  Asia  Menor,  en  comparación  con  aquella  in-
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