Page 200 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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      los  que  habían  entregado  a  Memnón  la  isla  de  Quíos,  por  una  traición,  fueron
      enviados  con  una  fuerte  escolta  a  la  isla  del  Nilo  llamada  Elefantina,  el  puesto
      fronterizo más  meridional  del imperio,  para  que  pereciesen  en  la  miseria.
          Así  fué  como,  hacia  fines  del  año  332,  se  hundió  el  último  resto  del  poder
      naval  de  los  persas,  que  pudo  poner  en  grave  aprieto  la  retaguardia  del  ejército
      macedonio e impedir sus  movimientos.  Ahora,  toda  la  cadena  de  plazas  de  armas
      que se extendía desde el  Bosforo  tracio,  pasando  por las  costas  del  Asia  Menor  y
      la  Siria,  hasta la  recién fundada  Alejandría,  además  de  servir  para  asegurar  de  un
      modo  perfecto  la  obediencia  de  los  países  sometidos,  ofrecía  una  extensa  base
      de  operaciones  para  ulteriores  avances  hacia  el  Oriente.


                         ALEJA N D RO   EN   E L   OASIS  DE  ΑΜ Μ ΟΝ
          La  nueva  campaña  llevaría  a  los  vencedores  a  un  mundo  nuevo  y  extraño,
      entre  pueblos  que  desconocían  en  absoluto  las  maneras  helénicas  y  para  quienes
      las  relaciones  libres  entre  los  macedonios  y  su  príncipe  eran  incomprensibles,
      pues  ellos  veían  en  el  rey  un  ser  superior.  Alejandro  no  podía  desconocer  que
      todos  aquellos  pueblos  que  se  proponía  unir  formando  un  imperio  sólo  podrían
      septusa,unidos,  por  el  momento,  a  través  de  su  persona.,El  escudó  sagrado  de
      ííión lo caracterizaba como al héroe helénico,  los  pueblos  del Asia Menor  recono­
      cían  en  el  hombre  que  había  sabido  resolver  el  problema  del  nudo  gordiano  al
      caudillo llamado a vencer al Asia y a reinar sobre ella y en el  sacrificio hecho ante
      el altar de  Heracles,  en  Tiro,  y  en la  fiesta  celebrada  en  el  templo  de  Phtha,  en
      Menfis,  el  extranjero  victorioso  habíase  reconciliado  con  los  pueblos  vencidos  y
      con  sus  costumbres  más  sagradas;  pero  ahora,  que  se  disponía  a  penetrar  en  el
      interior del oriente,  era  necesario  que le acompañase  una  unción  más  secreta,  una
      consagración más alta,  en la que los pueblos  le  reconocieran como  a  rey  de  reyes,
      como al elegido para  dueño y señor  de  todos  aquellos  territorios,  desde  el  oriente
      hasta  el  poniente.
          En el vasto  desierto  de  Libia, en  cuya  entrada  se yerguen  la  cara  de  roca  de
      la esfinge vigilante,  carcomida por las  tormentas,  y las  pirámides  de  los  faraones,
      medio hundidas en la  arena, en este  desierto  solitario,  en  el  que  reina  un  silencio
       de muerte, y que se extiende desde los bordes del valle del Nilo hasta perderse  en
       el infinito, por el occidente y en el que el  viento  ardiente del  mediodía borra  con
      sus arenas el  rastro  trabajoso  del  camello,  emerge  como  un islote  verde  en  medio
       del  mar,  sombreado  por  altas  palmeras,  bañado  por  fuentes,  por  arroyos  y  por  el
       rocío del cielo, como el último soplo de vida en medio de aquella  naturaleza muer­
       ta  circundante,  como el último lugar  de  descanso  para  el  caminante  que  se  aven­
       tura por el  desierto,  un oasis bajo cuyas palmeras se alza  el  templo  del dios  miste­
       rioso  que  un  dia  ya  muy  lejano  vino  en  una  barca  sagrada  desde  el  país  de  los
       etíopes  hasta  la  Tebas  de  las  cien  puertas  y  que  desde  allí  había  cruzado  el
       desierto para descansar en  este  oasis  y  revelarse bajo  una  forma  misteriosa  al  hijo
       que  le  buscaba.  Un  linaje  de  devotos  sacerdotes  moraba  en  torno  al  centro  del
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