Page 201 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO  EN  AMMON                      195

      dios, lejos del mundo,  en aquella soledad  sagrada cercana al  Zeus Ammon,  el  dios
      de la  vida;  aquellos  sacerdotes  vivían  para  su  culto  y  para  la  proclamación  de  sus
      oráculos,  que  los  pueblos  de  cerca  y  de  lejos  enviaban  a  escuchar  por  medio  de
      mensajeros  sagrados,  acompañados  de  regalos  para  el  dios.  Pues  bien,  Alejandro
      decidió trasladarse a aquel  templo perdido  del  desierto para  consultar al  gran  dios
      acerca de grandes cosas.
         ¿Qué era lo que se proponía consultar? Sus macedonios relatábanse unos a otros
      historias  maravillosas  de  tiempos  pasados;  estas  historias,  que  por  aquel  entonces
      pocos creían,  de las que muchos  se reían y que eran  conocidas  de  todos,  cobraban
      ahora  nuevo  pábulo  ante  esta  expedición;  recordábanse  las  orgías  nocturnas  cele­
      bradas por Olimpia  en las  montañas  de  su  tierra  natal;  recordábanse  sus brujerías;
      las  que habían  movido al  rey  Filipo  a  repudiarla;  decíase  que  un  día  se  había  pa­
      rado a  escuchar en su  dormitorio y había  visto  un  dragón  en  su  regazo;  los  confi­
      dentes  enviados por él  a  Idelfos  habíanle  llevado  la  respuesta  del  dios:  que  sacri­
      ficase  al  Zeus  Ammon  y  le  honrase  por  encima  de  todos  los  dioses.  También  a
      Heracles se le consideraba hijo  de una madre mortal;  y creía  saberse  que  Olimpia,
      camino  del  Helesponto,  había  confiado  a  su  hijo  el  secreto  de  su  nacimiento.
      Otros entendían que el rey deseaba consultar al  dios acerca  de su expedición  futu­
      ra,  como lo  hicieran  Heracles  al  salir  a  luchar  contra  el  gigante  Anteo,  y  Perseo
      antes de emprender su viaje al país  de las  gorgonas;  tanto  uno  como  otro  eran an­
      tepasados  de  Alejandro,  cuyo  ejemplo  gustaba  éste  de  imitar.  En  realidad  nadie
      sabía lo que se proponía hacer el rey; sólo unas cuantas tropas le seguirían en aque­
      lla breve expedición.
          De  Alejandría  la  columna  se  dirigió  por  la  costa  hacia  Paretonion,  primera
      localidad  de  los  cirenaicos,  quienes  enviaron  al  rey  embajadores  y  regalos  —300
      corceles  de guerra y cinco  cuadrigas—,  solicitando  una alianza,  que  les  fué  conce­
       dida.  Desde  Paretonion,  los  expedicionarios  tomaron  el  rumbo  del  sur  a  través
       de  grandes  arenales  en  cuyo  monótono  horizonte  no  se  divisaba  un  sólo  árbol  ni
       una  sola  colina;  todo  el  día  soplaba  un  aire  caliente  cargado  de  arena  fina,  y  el
       piso  de  arena  era  tan  suelto  que  el  paso  por  él  se  hacía  inseguro;  por  ninguna
       parte se veía un lugar con alguna vegetación para  decansar,  una  fuente  o  un  pozo
       donde  poder  saciar  la  abrasadora  sed;  los  viajeros  pudieron  aliviarse  un  poco  de
       sus  fatigas  gracias  a  algunas  nubes  que  dejaron  caer  sobre  ellos  unas  gotas  de
       agua,  regalo  de  aquella  época  del  año,  aunque  consideradas  como  un  don  mila­
       groso  del  dios  del  desierto.  La  marcha  seguía  sin  interrupción;  ningún  rastro
       marcaba  el  camino,  y  las  dunas  bajas  de  aquel  mar  de  arena,  que  cambiaban  de
       lugar y de  forma  según la  dirección en  que  soplaba  el  viento,  no  hacían  más  que
       aumentar la  confusión  de los  guías,  incapaces  ya  para  encontrar  el  camino  hacia
       el oasis;  de pronto aparecieron en  el cielo,  a la  cabeza  de la  expedición,  dos  o  tres
       cuervos,  y  Alejandro,  considerándolos  como  mensajeros  del  dios,  ordenó  que  se
       siguiera  la  ruta  trazada  por  ellos.  Las  aves  volaban  entre  graznidos,  posábanse  en
       el suelo  cuando  los  expedicionarios  descansaban  y  desplegaban  de  nuevo  sus  alas
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