Page 202 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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196                     ALEJANDRO  EN  AMMON

      cuando  aquéllos  reanudaban  la  marcha.  Por  fin  viéronse  verdear las  copas  de  las
      palmeras, y el bello oasis de Ammón recibió al rey y a  sus acompañantes.
          Alejandro  quedóse  sorprendido  ante  la  alegría  de  aquel  lugar  sagrado,  en  el
      que  abundaban las  aceitunas  y  los  dátiles,  las  sales  cristalinas  y  las  fuentes  balsá­
      micas,  como  si la  propia  naturaleza  lo  hubiese  destinado  al  culto  de  un  dios  y  a
      la  vida  tranquila  y  apacible  de  sus  sacerdotes.  Cuando  poco  después,  según
      cuenta  la  tradición,  el  rey  pidió  que  le  llevasen  a  escuchar  el  oráculo,  el  más
      viejo  de los sacerdotes le  saludó  en  el  atrio  del  templo,  ordenó  a  sus  acompañan­
      tes  que  se  quedaran  fuera  y  condujo  a  Alejandro  a  la  cámara  del  dios;  pocos
      momentos después,  regresó Alejandro  con  rostro  alegre y  aseguró  que la  respuesta
      recibida  era  en  un todo  favorable a  sus  deseos;  se  dice  que  lo  mismo  le  confió  a
      su madre, comunicándole  que  cuando  volviera  a  verla,  a  su  regreso,  le  contaría  el
      oráculo  secreto que  el  dios le  anunciara.  Después  de  colmar  de  regalos  al  templo
      y  a  los  hospitalarios  moradores  del  oasis,  regresó  a  Menfis.
           El  hecho  de  que  Alejandro  silenciase  la  respuesta  del  dios  no  hacía  más
      que  aumentar  el  interés  o  la  curiosidad  de  sus  macedonios;  quienes  le  habían
      acompañado  en  su  visita  al  templo  de  Amnión  contaban  cosas  maravillosas  de
       aquellos  días;  decían  haber  oído  el  primer  saludo  que  el  gran  sacerdote  le  diri­
       giera,  en  estos  términos:  “ ¡Bendito  seas,  oh  hijo!”,  a  lo  que  el  rey  había  contes­
       tado:  “ ¡Así sea,  oh  padres;  concédeme  el  reino  del  mundo  y  seré  tu  hijo!”  Otros
       se  reían  de  estos  cuentos;  decían  que  el  sacerdote,  queriendo  hablar  en  griego,  se
       había  dirigido  al  rey,  por  error  de  pronunciación,  con  la  fórmula  de  “paidios”,
       en  vez  de  “paidion”,  lo  que  equivalía,  probablemente,  a  dar  al  rey  el  título  de
       “hijo  de  Zeus”.  Por  último,  se  consideró  como  la  interpretación  más  segura
       de aquel acontecimiento la de que Alejandro había ido  a  consultar al  dios si todos
       los  culpables  de  la  muerte  de  su  padre  estaban  ya  castigados  y  que  el  dios  le
       había contestado que debía  sopesar mejor sus  palabras,  pues  jamás  ningún  mortal
       se  atrevería  a  herir  a  su  progenitor;  y  que  todos  los  asesinos  de  Filipo,  rey  de
       Macedonia,  estaban  castigados.  Y  que  Alejandro,  preguntando  por  segunda  vez,
       le había  consultado  si vencería  a  sus  enemigos,  a  lo  que  el  dios  había  contestado
       que  estaba  destinado  a  reinar  sobre  el  mundo  y  que  vencería  mientras  fuese  lla­
       mado  de  nuevo  al  mundo  de los  dioses.  Estos  relatos  y  otros  parecidos,  que  Ale­
       jandro  no  corroboraba  ni  negaba,  servían  para  circundarle  de  un  halo  misterioso
       que  prestaba  encanto  y  certidumbre  a  su  persona  y  a  su  misión,  y  que  para  un
       heleno  culto  no  tenía  por  qué  resultar  más  extraño  que  la  frase  de  Heráclito
       según  la  cual  los  dioses  eran  hombres  inmortales  y  los  hombres  dioses  mortales
       o  que  el  culto  a  los  héroes  de  los  fundadores  en  las  nuevas  y  las  antiguas  colo­
       nias,  o los  altares y las  fiestas  religiosas  dedicados  hacía  unas  dos  generaciones  al
       espartano  Lisandro.
           Muy bien podríamos formular aquí otra pregunta,  con la que  daríamos,  indu­
       dablemente,  en  el  blanco  del  problema.  ¿Cómo  concibió  Alejandro  la  finalidad
       de  aquella visita  al  templo  de Ammón  y los  hechos  misteriosos  que  dentro  de  él
       se desarrollaron?  ¿Proponíase, acaso, engañar al mundo?  ¿O creía  él lo que preten­
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