Page 290 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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286                     ASESINATO  DE  CLITO

      en  vano  aplacar  la  creciente  inquietud.  Alejandro  volvióse  hacia  su  vecino  de
      mesa,  que  era  un  heleno,  y  le  dijo:  “¿No  es  cierto  que  vosotros,  los  helenos,
      os  paseáis  entre  los  macedonios  como  serpidioses  entre  animales.”  Clito  seguía
      dando  voces;  dirigiéndose  al  rey,  dijo  a  gritos:  “ ¡Esta  mano  te  salvó  en  el  Grá-
      riico;  pero  tú  puedes  decir lo  que  te  parezca  y  seguir  invitando  a  tu  mesa,  no  a
      hombres  libres,  sino  a  bárbaros  y  a  esclavos  que  besen  las  faldas  de  tu  túnica
      y  adoren  tu  cinturón  persa!”  Alejandro,  no  pudiendo  contener  por  más  tiempo
      su cólera,  se  puso  en  pie  de  un  salto  y  fué  a  echar  mano  de  sus  armas,  pero  los
      amigos las  habían  quitado  de  allí;  gritó  en  macedonio  a  sus  hipaspistas  que  ven­
      gasen  a  su  rey;  ninguno  acudió;  ordenó  al  trompetero  que  diese  el  alerta  y  le
      abofeteó en vista  de que no  obedecía:  “¿Cómo,  exclamó,  había  caído  ya  tan  bajo
      como Darío  cuando  iba  arrastrado,  prisionero,  por  Bessos  y  sus  cómplices  y  sólo
      ostentaba  ya  el  mísero  nombre  de  rey?  ¡Y  el  hombre  que  le  había  traicionado
      era  precisamente  Clito,  aquel  que  le  debía  a  él  todo  lo  que  era!”  Clito,  que  ha­
      bía  sido  sacado  de  la  sala  por  los  amigos,  volvió  al  otro  extremo  de  ella  en  el
      momento  en  que  hoyó  pronunciar  su  nombre.  “Aquí  tienes  a  Clito,  oh  Alejan­
      dro!”,  exclamó,  recitando luego los  versos  de  Eurípides  sobre la  mala  práctica  de
      que los ejércitos arranquen las victorias “con su sangre y la gloria  sólo corresponda
      al  caudillo  que,  entronizado  en  su  alto  cargo,  recoge  las  alabanzas  y  desprecia  al
      pueblo,  él, que en el fondo no  es nada” .  Alejandro,  ciego  de  furia,  quitó  la  lanza
      de  la  mano  a  uno  de  los  centinelas  y  la  arrojó  sobre  Clito,  quien  cayó  inme­
      diatamente muerto.
          Los amigos  se  apartaron,  aterrados.  La  cólera  del  rey se  desvaneció,  dejando
      paso  a  la  conciencia  de  su  culpa,  al  dolor  y  a  la  desesperación;  le  vieron  cómo
      arrancaba la  lanza  del  pecho  de  Clito  y  la  apoyaba  contra  el  suelo  para  clavarse
      en  ella  y  quitarse  la  vida  sobre  el  cadáver;  los  amigos  le  sujetaron  y  lo  llevaron
      al  campamento.  Se  tendió  a  llorar  y  a  lamentarse,  gritando  el  nombre  del
       amigo  asesinado  por él y  el  de  su  ama  de  cría,  Lánice,  hermana  del  muerto:  así
       era,  dijo,  como  su  pupilo  le  pagaba  la  leche  con  que  lo  había  amamantado;  sus
       hijos  habían  muerto  luchando  por  él  y  a  su  hermano,  que  le  había  salvado  la
       vida,  lo  había  asesinado  él  mismo,  con  su  propia  mano;  se  acordó  del  anciano
       Parmenión  y  de  sus  hijos  y  no  se  veía  harto  de  acusarse  como  el  asesino  de  sus
       amigos,  maldiciéndose  y  deseando  la  muerte.  Tres  días  enteros  estuvo  tendido
       sobre  el  cadáver  de  Clito,  encerrado  en  su  tienda  de  campaña,  sin  dormir,  ne­
       gándose  a  probar  bocado,  hasta  que  por  fin  enmudeció  y  cayó  agotado;  sólo
       algún  que  otro  profundo  suspiro  se  oían  de  vez  en  cuando  en  el  interior  de  la
       tienda.  Las  tropas,  preocupadas  por  la  vida  de  su  rey,  se  reunieron  para  juzgar
       al  muerto  y  fallar  que  su  muerte  había  sido  justa.  Llamaron  a  Alejandro,  pero
       éste no contestó; por fin, los estrategas  atreviéronse a abrir la  tienda y exhortaron
       al rey a que pensase en su ejército y en su imperio;  dijéronle que,  según los  presa­
       gios  de  los  dioses,  había  sido  Dionisos  quien,  por  medio  de  su  mano  ejecutora,
       había  consumado  aquel  triste  hecho.  Por  fin,  lograron  apaciguar  al  rey;  éste
       ordenó que  se sacrificase a los  dioses,  para  aplacar  su  cólera.
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