Page 294 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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290               LAS  CIUDADELAS  DE  LOS  HIPARCAS

       de  hielo  y  avalanchas  de  nieve;  el  esfuerzo  y  el  peligro  eran  cada  vez  mayores.
       Treinta  de  aquellos valientes  cayeron  al  abismo^  pero  al  amanecer  se  vió  que  los
       demás  habían  alcanzado  la  cumbre  y  tremolaban  al  viento  desde  lo  alto  unos
       trapos  blancos.  Tan  pronto  como  Alejandro  divisó  la  señal  convenida,  envió  de
       nuevo  al  heraldo  a  que  gritase  a  los  puestos  avanzados  del  enemigo  que  había
       conseguido  los  soldados  con alas,  que  si  querían  verlos  no  tenía  más  que  levantar
       las  cabezas y  que  toda  ulterior resistencia  sería  inútil.  Los  bárbaros,  estupefactos
       al  convencerse  de  que  los  macedonios  habían  encontrado  un  camino  para  esca­
       lar  la  roca,  no  tardaron  en  rendirse  y  Alejandro  penetró  en  la  fortaleza.  Allí
       cayó  en  sus  manos  un  rico  botín,  entre  él  muchas  esposas  e  hijas  de  nobles
       sogdianos  y  bactrianos,  incluyendo  la  hermosa  Roxana,  hija  de  Oxiartes.  Era  la
       primera mujer de  quien Alejandro  se  enamoraba;  no  quiso  ejercer  el  derecho  del
       vencedor  sobre  la  prisionera;  decidió  casarse  con  ella  y  que  aquel  desposorio
       sellase  la  paz  con  el  país  vencido.  Noticioso  de  ello,  el  padre  de  Roxana  corrió
       a presentarse a Alejandro, siendo perdonado por éste gracias a la belleza de su hija.
           Quedaba  todavía  por  reducir la  ciudadela  de  Jorienes  en  el  país  de  los  pare-
       tácenes,  la  región  montañosa  situada  en  el  alto  Oxo,  donde  se  habían  refugiado
       varios  de  los  desertores.  Las  gargantas  cubiertas  de  bosques  e  intransitables  que
       era  necesario  cruzar  para  llegar  hasta  allí  estaban  todavía  enterradas  bajo  la
       nieve; las  frecuentes y furiosas lluvias,  el  hielo  unas  tormentas  espantosas  hacían
       todavía  más  penosa  la  marcha.  El  ejército  carecía  de  lo  más  necesario,  muchos
       iban quedando  por el camino,  tiesos  de  frío;  sólo  el  ejemplo  del  rey,  que  compar­
       tía  con  los  suyos  la  penuria  y  las  penalidades,  sostenía  en  pie  la  moral  de  sus
       tropas.  Cuéntase  que  una  noche,  cuando  el  rey  estaba  sentado  junto  al  fuego
       del  vivaque,  calentándose,  vió  a  un  soldado  viejo  tieso  de  frío  y  que  caía  como
       desvanecido; corrió hacia él, le tomó el arma y lo sentó  en  su silla,  junto  al fuego;
       cuando  el  veterano  se  hubo  recobrado  un  poco,  reconoció  a  Alejandro  y  se  puso
       en pie,  desconcertado;  el rey le dijo:  “Ya ves, camarada,  el  sentarse  en  la  silla  del
       rey está penado  con la  muerte  entre los  persas,  pero  a  ti  te ha  devuelto  la  vida.”
           Por fin, las tropas llegaron delante de la  ciudadela,  emplazada  sobre una  alta
       y escarpada  roca,  a  cuya  cima  sólo  podía  llegarse  por  un  sendero  angosto  y  muy
       difícil;  además,  por  este lado,  el  único  accesible,  corría  un  impetuoso 'río  serrano
       al  fondo  de una profunda  garganta.  Alejandro,  acostumbrado  a  no  reputar  como
       insuperable  ninguna  dificultad,  por  grande  que  ella  fuese,  ordenó  inmediata­
       mente  que  en  los  bosques  de  pinos  que  circundaban  la  montaña  se  abatieran
       unos  cuantos  árboles  para  construir escaleras  y llegar  con  ayuda  de  ellas  al  fondo
       de la  garganta.  Las  tropas  trabajaron  día  y  noche,  hasta  que  por  fin,  con  esfuer­
       zos  indecibles,  consiguieron  lo  que  se  proponían;  luego,  cubrieron  el  río  con  ra­
       maje,  echaron  tierra  encima  y  rellenaron  la  garganta;  poco  después  entraban  en
       acción  las  máquinas  y  lanzaban  andanadas  de  proyectiles  contra  la  ciudadela.
       Jorienes,  que  hasta  entonces  había  contemplado  con  despectiva  indiferencia  las
        faenas  de los  macedonios,  dióse  cuenta  de  su  equivocación  cuando  ya  era  tarde;
        la  naturaleza  del  terreno,  mejor  dicho  de  la  roca,  impedía  a  los  defensores  de  la
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