Page 297 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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IMPERIO  Y  CORTE  DE  ALEJANDRO              293

      haberlos  sometido  y tenerlos  dominados,  sino  que  quería  atraérselos  y  concillarse
      con ellos, irían adaptándose a los  vencedores y aprendiendo poco  a  poco  a  tomar
      parte  en la  vida  y  en  el  carácter  infinitamente  más  complejos  y  desarrollados  de
      éstos.  De aquí  el ceremonial asiático  con que Alejandro  se  rodeaba,  el  traje,  muy
      parecido  al  de los  medas,  con  que  se  presentaba  en  las  ceremonias  oficiales  y  en
      los  momentos  en  que  vacaban  las  armas;  de  aquí  la  pompa  y  el  esplendor  de  su
      corte,  que  los  orientales  estaban  acostumbrados  a  ver  en  su  soberano  como  “el
      ropaje  del  estado”;  de  aquí,  finalmente,  la  leyenda  de  los  orígenes  divinos
      del rey,  sobre  la  que  él mismo  bromeaba  con  sus  íntimos.
          Los  macedonios,  por  su  parte,  sugestionados  por  las  riquezas  del  Asia,  por
      aquella  nueva  y  maravillosa  vida  que  día  tras  día  se  derramaba  sobre  ellos  y  los
      iba  inundando,  embebidos  por las  continuas  fatigas  del  servicio  militar  y  embria­
      gados  por  los  primeros  vapores  de  la  victoria,  de  la  gloria  y  del  poder,  habían
      perdido  desde  hacía  ya  mucho  tiempo  aquella  sencillez  y  aquella  sobriedad  que,
      diez años antes, los  convertían en blanco  de las  burlas  de  los  oradores  atenienses.
      El entusiasmo por su rey,  que seguía luchando  en  sus filas lo  mismo  que  antes,  el
       esplendor  maravilloso  de  su  heroísmo,  cuyos  rayos  iluminaban  a  todos,  el  en­
      canto de mandar,  que inculcaba a  todos,  a  cada  cual  dentro  de  su esfera,  un alto
      sentimiento  de orgullo  y los  espoleaba  a  realizar nuevas  hazañas,  los  había  hecho
       olvidar que,  si  no  hubiesen  salido  de  su  patria,  no  serían  más  que  unos  pacíficos
      labriegos  o  pastores.  Por  su  parte,  los  pastores,  los  labriegos  y  los  vecinos  de  las
       ciudades  que  se  habían  quedado  en  la  patria,  como  aturdidos  por  la  vertiginosa
       ascensión de su pequeño  país  a las  alturas  de la  fama y de la  grandeza  histórica,
       escuchaban  con  arrobo  aquellas  historias  maravillosas  que  relataban  los  repatria­
       dos, veían afluir a  su  tierra las  grandes  riquezas  del Asia  y pronto  se  acostumbra­
       ron  a  considerarse  como  el  primer  pueblo  del  mundo;  la  majestad  de  la  monar­
       quía  que  en  otro  tiempo  había  crecido  y  se  había  criado  con  ellos  sobre  un
       puñado  de  tierra,  cercana  e  íntima,  iba  creciendo  hasta  lo  infinito,  como  la  dis­
       tancia a Babilonia, a la Bactriana y a la India.
           Finalmente,  el  pueblo  de  los  helenos,  disociado  geográficamente  en  tantos
       círculos  excéntricos  y,  allí  donde  se  hallaba  concentrado  en  una  masa  densa,
       políticamente  disperso  al  igual  que  antes  y polarizado  por  corrientes  extraordina­
       riamente  particularistas,  representaba,  en  cuanto  a  la  cifra  de  los  directamente
       interesados,  un  factor  casi  insignificante  en  proporción  a  las  enormes  masas  de
       los pueblos asiáticos. Esto hacía que pesase mucho más lo que podemos considerar
       como  la  suma  de  los  procesos  históricos  del  mundo  griego:  su  cultura.  Los
       elementos  fundamentales  de  esta  cultura  o,  por  mejor  decir,  de  sus  resultados
       tanto  para  el  individuo  como  para  la  comunidad  eran  dos:  la  ilustración  y  la
       autonomía  democrática.  La  ilustración  oon  todas  sus  ventajas  y  todos  sus  defec­
       tos,que  unas  veces  era  incredulidad  y  otras  superstición  y  con  harta  frecuencia
       las  dos  cosas a  un  tiempo,  había  matado  en  los  espíritus  la  antigua  y  candorosa
       religiosidad, la fe en los eternos poderes y el  temor ante ellos,  dejando sobrenadar
       tan sólo, en las costumbres y en las  normas  convencionales en vigor, la  hez de las
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