Page 299 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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IMPERIO Y CORTE DE ALEJANDRO 295
no había ciudades helénicas que erigían altares, ofrendaban sacrificios y cantaban
peanas a Lisandro, el destructor del poder ateniense? ¿Y acaso la ciudad de Tasos
no había brindado a “Agesilao el Grande”, como le llamaban, en solemne em
bajada, la apoteosis y la erección de un templo? ¡Y cuánto más grandes eran las
hazañas realizadas por Alejandro! Calístenes, en su historia, hablaba sin el me
nor reparo del oráculo de Ammón, por el que Alejandro había sido declarado
hijo de Zeus, y el de las Bránquidas de Mileto, que habían proclamado lo mismo.
Y cuando más tarde fueron invitados los estados helénicos a otorgar al vencedor
honores divinos, los que se opusieron a ello no lo hicieron en interés de la reli
gión, sino por razones de partido.
Teniendo en cuenta todo esto, no es difícil formarse una idea aproximada
del ambiente que rodeaba a Alejandro. Aquella abigarrada mescolanza de los más
diversos intereses, aquel juego secreto de rivalidades e intrigas, aquella sucesión
incesante de festines y combates, de fiestas y penalidades, de plétora y privaciones,
de severa disciplina en las campañas y desenfrenados placeres en los acantona
mientos, los avances continuos hacia nuevos y nuevos países, sin preocuparse del
porvenir y atentos sólo al presente: todo ello se combinaba para dar a la corte
y_al séquito de Alejandro aquella tónica fantástica y aventurera que tan bien
cuadraba al brillo maravilloso de sus marchas triunfales.
Al lado de su personalidad descollante, las de los demás apenas se destacan
del fondo del cuadro, pues lo que les da relieve es la relación en que se hallan
con el rey; tal acontece con el noble Crátero, del que se dice que amaba al rey,
y con el dulce Efesión, que al parecer también amaba a Alejandro; tal con el lágida
Tolomeo, siempre tranquilo y servicial, con Coino, leal hasta el tuétano, con el gi
gante Lisímaco. Más acusados aparecen los rasgos de los caracteres colectivos: los
nobles macedonios, militaristas, obstinados, imperiosos, llenos de amor propio hasta
la arrogancia y el engallamíento; los príncipes asiáticos, ceremoniosos, fastuosos,
maestros en todas las artes del lujo, del seryilismo y de la intriga; los helenos,
adscritos unos al gabinete del rey, como el cardiano Eumenes, ocupados otros
en funciones técnicas o incorporados a la corte como poetas, artistas o filóso
fos, pues Alejandro no se olvidaba de las musas ni entre el estrépito de las armas y
no escatimaba los regalos, los honores ni las condescendencias para premiar
a aquellos a quienes envidiaba por el brillo de sus letras o de su ciencia.
Entre estos helenos que formaban en el séquito de Alejandro había sobre
todo dos hombres de letras a quienes las circunstancias y su extraño encadena
miento habían de llegar a conceder cierta importancia dentro de la corte. Uno de
ellos era el olintio Calístenes, de quien ya hemos hablado; este historiador, dis
cípulo y sobrino del gran Aristóteles, había acompañado al rey al oriente para
poder relatar a la posteridad, como testigo ocular, las grandes hazañas del mace
donio. Según se cuenta, dijo una vez que no se había unido a Alejandro para
hacerse famoso a su sombra, sino para que él se beneficiara con su fama y que su
halo divino no lo debería a las mentiras de Olimpia hablando de su nacimiento,
sino a lo que él contara al mundo en su historia. Los fragmentos que de esta