Page 338 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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      pectos y a  pesar de que  desde hace  dos  milenios  se viene  prestando  a  esta  versión
      un crédito  absoluto.
          Alejandro,  dicen  estas  fuentes,  había  avanzado  hasta  el  Hifasis  con  el  pro­
      pósito  de someter también el país situado del  lado  de allá  de  este  río,  pues  enten­
      día  que  la  guerra  no  habría  terminado  mientras  quedase  algún  enemigo  o  algún
      foco  de hostilidad en  él.  En  esto,  se  enteró  de  que  al  otro  lado  del  Hifasis  se  ex­
      tendía  un  país  rico  habitado  por  un  pueblo  dedicado  laboriosamente  al  cultivo
      de la  tierra,  que manejaba  valerosamente las  armas y que  gozaba  de  una  constitu­
      ción  ejemplar,  pues  los  más  nobles  del  país  gobernaban  al  pueblo  sin  opresión  ni
      rivalidad alguna, y  que los  elefantes  de  guerra  eran  allí  más  poderosos,  más  salva­
      jes y más abundantes  que en  ninguna  otra  parte  de la  India. 'Todas  estas  noticias
      eran,  para  Alejandro,  otros  tantos  incentivos  que  le  animaban  a  seguir  adelante.
      Pero  no  pensaban  así  los  macedonios,  que  veían  con  preocupación  cómo  su  rey
      desafiaba los esfuerzos y los  peligros,  sin arredrarse  ante  nada;  reuníanse  en  corri­
      llos  en  el  campamento,  murmuraban  y  maldecían  de  su  triste  suerte  y,  por  fin,
      confabuláronse  para  no  seguir  adelante,  aunque  Alejandro  lo  ordenase.  Cuando
      el  rey se enteró  de aquellos manejos, apresuróse a  reunir a  los  “jefes  de las  taxis”,
      antes de que la rebeldía y el desaliento de las tropas  cobrasen mayores  vuelos.  “En
      vista —les dijo—  de que no querían seguir con  él,  animado  por sus  mismos  senti­
      mientos,  había  decidido  convocarlos  para  convencerlos  de  la  conveniencia  de  se­
      guir  marchando  hacia  adelante o para  que  ellos  le  convencieran a  él  de  la  necesi­
      dad  de  retomar;  sí  consideraban  que  lo  conseguido  hasta  entonces  peleando  no
      valía la pena y que su propia dirección era digna  de censura,  nada  tenía  que  decir­
      les; en  cuanto  a  él,  no creía  que el  hombre  de  esforzado  corazón  luchase  por otra
      cosa que por la lucha misma; y si alguien quería saber cuál era la meta de sus expe­
      diciones, le diría que el Ganges y el mar del Oriente no estaban ya  muy lejos;  una
      vez allí,  mostraría a  sus macedonios  el  camino del  mar hacia  la  Hircania,  hacia  el
      mar persa, hacia el desierto de Libia y hacia las  Columnas de Hércules;  las  fronte-
      ras  que  el  dios había  trazado  a  este  mundo  serían las  fronteras  del  imperio  mace-
      donio;  entre las  tierras  situadas  al  otro lado  del  Hifasis y  el  mar  del  Oriente  que­
      daban  todavía  bastantes  pueblos  por  someter,  y  desde  allí  hasta  el  mar  de  la
      Hircania  campaban  todavía  por  sus  respetos,  libres  e  independientes,  las  hordas
      de  los  escitas.  ¿Acaso  los  macedonios  se  asustaban  ante  los  peligros?  ¿Acaso  se
      habían  olvidado  de su  fama y de sus  esperanzas?  Un  día,  cuando  hubiesen  domi­
      nado  el  mundos  los  conduciría  de  nuevo  a  su  patria,  a  Macedonia,  cargados  de
      riquezas,  de  gloria,  de  recuerdos.”
          Este  discurso  de  Alejandro  fué  seguido  -rezan  los  mismos  relatos-  de  un
      largo  silencio;  nadie  se  atrevía  a  contradecir  al  rey,  nadie  se  decidía  tampoco  a
      asentir  a  sus  palabras;  en  vano  instaba  Alejandro  a  los  reunidos  a  que  dieran  su
      opinión,  asegurándoles  que  escucharía  sin  enojo  a  quienes  se  hallaran  en  des­
      acuerdo con él. Nadie rompía el silencio. Por fin, levantóse Coino, hijo de Polemó-
      crates,  el  estratega  de la  falange  climiota,  quien  tantas veces  se  había  cubierto  de
      gloria  en  las  batallas,  la  última  vez  en  la  del  Hidaspes,  y  dijo  que  ya  que  el  rey
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