Page 341 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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EN LAS MARGENES DEL HIFASIS 337
dos, indica que no se trataba precisamente de un estado de sedición ni dé una
reacción de odio o aversión hacia el rey, sino del resultado harto explicable de
los sufrimientos interminables de los últimos tres meses.
Por otra parte, todo parece indicar que Alejandro tenía la intención de llevar
sus armas victoriosas hasta las llanuras del Ganges y hasta más allá, hasta las
playas del mar del Oriente. Lo que ya no cabe establecer con el mismo grado
de verosimilitud son las razones que pudieron guiarle a ello. Tal vez fuesen las
informaciones recibidas por él acerca del poder gigantesco de los príncipes que
reinaban en las márgenes del Ganges, de las innumerables riquezas de aquellas
ciudades, las versiones encomiásticas de las maravillas del lejano oriente que ha
bría escuchado en Europa y en el Asia y acaso en un grado no menor, el deseo de
llegar al mar oriental, para convertirlo en frontera de sus victorias y en ruta
de nuevos descubrimientos y comunicaciones mundiales. Quizá fuese también
una tentativa para levantar con un recurso desesperado el ánimo de las tropas,
cuyo vigor moral parecía derrumbarse bajo el poder gigantesco de la naturaleza
tropical. Confiaría, tal vez, en que la audacia de su nuevo plan, la gran perspectiva
que abría a los ojos fatigados de sus macedonios, su grito y el entusiasmo nueva
mente encendido de marchar hacia nuevas y nuevas tierras, harían olvidar a sus
tropas todos sus sufrimientos y las inflamarían con nuevo fuego. Pero se equivo
có. El eco de su llamada a nuevas hazañas fueron la impotencia y la lamenta
ción. Alejandro, entonces, recurrió a un nuevo medio: hacer que sus tropas se
avergonzaran y patentizar ante ellas su propio descontento; se sustrajo a las
miradas de sus leales, les hizo sentir su enojo, esperando que el pudor y el arre
pentimiento les ayudarían tal vez a salir de su desconcierto y su desmoralización;
pero, aunque los veteranos veían preocupados que Alejandro estaba furioso, esto
no los ayudaba a recobrarse. Durante tres días reinó en el campamento un silencio
angustioso. Por fin, Alejandro tuvo que reconocer la esterilidad de sus esfuerzos
y, al mismo tiempo, no podía ocultársele lo peligroso que sería recurrir a proce
dimientos disciplinarios. Ordenó que se procediera a sacrificar a los dioses, para
consultar su voluntad, y los dioses negáronse a brindarle los auspicios favorables
para seguir adelante; también la voluntad divina era clara: había que dar la
vuelta. El grito del retorno que ahora resonaba por todos los ámbitos del cam
pamento fué como un hechizo para los espíritus abatidos; todos los sufrimientos
se olvidaron, todo era ya esperanza y júbilo, el vigor y el aliento renacieron pu
jantes; el único hombre triste en medio de aquella algazara jubilosa sería, segu
ramente, el propio Alejandro.
Y, sin embargo, este retorno de Alejandro desde las márgenes del Hifasis,
hecho que representaba para él el comienzo de la derrota si enfocamos la suma
de su vida y de sus luchas bajo el signo del monarca occidental de los tiempos
modernos que por vez primera pudo jactarse de que en sus dominios no se ponía
el sol, si la consideramos bajo la divisa del plus ultra; este retorno, desde el punto
de vista de su misión en la historia, era en rigor una necesidad, preparada y pre
sagiada dentro de la concatenación de lo realizado y cimentado hasta entonces por