Page 339 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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EN LAS MARGENES DEL HIFASIS 335
quería que el ejército acatase más bien sus propias convicciones que las órdenes
recibidas del soberano, hablaría no por los jefes, dispuestos todos a cuanto fuera
necesario, sino por la masa del ejército, y no tanto por halagarla como para decir
lo que ahora y de ahora en adelante sería lo más seguro para el propio rey; creía
que sus años, sus heridas y la confianza que en él tenía el rey le autorizaban a ha
blar con toda franqueza; cuanto mayor había sido la obra realizada por Alejandro
y su ejército, más necesario se hacía ponerle término de una vez; los guerreros de
la primera época que aún se hallaban sobre las armas, algunos, pocos ya, dentro
de las filas del ejército, y otros diseminados por diversas ciudades, sentían la nos
talgia de la patria, de la familia, de la mujer y de los hijos; querían terminar allí
los últimos días de su existencia, rodeados de los suyos, recordando su afanosa
vida, disfrutando la gloria y la fortuna que Alejandro había querido compartir
con ellos; un ejército así no era el más adecuado para lanzarlo a nuevas luchas;
Alejandro debía retornar con él a la patria, volver a ver a su madre y adornar los
templos de Macedonia con sus trofeos; y si estaba sediento de nuevas glorias, que
pusiera en pie de guerra un nuevo ejército y lo condujese contra la India o contra
la Libia, hacia el mar del Oriente o al otro lado de las columnas de Hércules, se
guro de que los dioses generosos lo coronarían con nuevas victorias; pero el don
más alto concedido por éstos era la moderación en la fortuna y no era al enemigo
a quien había que temer, sino a los dioses y su castigo.
Coino terminó su discurso en medio de una emoción general. Muchos
de los circunstantes no podían contener sus lágrimas; era evidente que la idea del
retorno se había apoderado de los corazones de todos. Alejandro abandonó la
reunión, disgustado con las palabras pronunciadas por el estratega y con la acogi
da que habían encontrado. Al día siguiente volvió a reunir a sus jefes y les comu
nicó que dentro de poco reanudaría su marcha, pero no obligaría a ningún ma
cedonio a que le siguiera, pues aún quedaban muchos hombres valientes ávidos
de nuevas hazañas; con ellos continuaría su empresa, mientras los demás retor
naban a la patria si querían, pues él, el rey, no se lo impediría; que regresaran a
su país y refirieran a quien les escuchara cómo habían abandonado a su rey en
medio del territorio enemigo. Pronunciadas estas palabras, abandonó la reunión
y retiróse a su tienda; durante tres días enteros no le vieron los macedonios;
estaba seguro de que aquel estado de espíritu reinante en el seno de su ejército
cambiaría, de que sus tropas reflexionarían y se decidirían a seguir tras él hasta
el final de la campaña. Sin embargo, aun sintiéndose profundamente apesadum
brados por el enojo del rey, los macedonios no cambiaron de manera de pensar.
Alejandro, a despecho de ello, ordenó que, al cuarto día, se hiciesen en las már
genes del río los acostumbrados sacrificios para el paso. Los auspicios de los dioses
resultaron ser desfavorables; en vista de ello, convocó a los hetairos más viejos y
más afectos a él y les comunicó que había decidido dar la vuelta. Los macedonios
lloraban y gritaban sin poder contener su alegría, agolpándose ante la tienda del
rey y le aclamaron ruidosamente, diciendo que el héroe jamás vencido se había
dejado vencer por sus macedonios.