Page 375 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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372 MARCHA HASTA CARMANIA
del ejército macedonio, alcanzaron la comarca que se les había indicado, de las
pocas provisiones que en ella se pudieron obtener se distribuyeron raciones bas
tante cortas entre los soldados, para enviar el resto a la costa, cargado en camellos
y con el sello del rey; pero, tan pronto como Alejandro se hubo puesto en marcha
con las primeras columnas, los soldados que habían quedado de guardia para
vigilar las provisiones rasgaron los sellos reales de los fardos y, rodeados por sus
camellos, que bramaban de hambre, se repartieron tranquilamente lo que tenían
la misión de guardar, sin preocuparse más que de no morir de inanición. Ale
jandro, enterado de lo sucedido, no quiso castigar aquel acto de indisciplina
y se limitó a reunir nuevas provisiones y a enviarlas a su destino bajo más segura
salvaguarda; ordenó a los habitantes del interior del país que hicieran el mayor
acopio posible de trigo, dátiles y ganado para matanza y lo enviaran a la costa
y dejó atrás a hombres seguros para hacerse cargo de aquellos transportes.
Mientras tanto, el ejército seguía avanzando. Ya iba acercándose a la parte
más espantosa del desierto; el hambre, la miseria, la indisciplina de la tropa cre
cían en proporciones aterradoras. En diez, en quince millas a la redonda ni una
gota de agua, anchas dunas de arena profunda, ardiente, ondulada y movediza
como un mar tormentoso, en las que, hundiéndose más y más a cada paso, iba
arrastrándose la columna a duras fuerzas, para empezar de nuevo el mismo tra
bajo sobrehumano poco después; añádase a esto la oscuridad de las noches, el
desorden alarmantemente progresivo de la tropa, cuyas últimas fuerzas iban ago
tándose por el hambre y la sed y a la que las privaciones infundían una codicia
egoísta y salvaje. Mataban los caballos, los camellos y los mulos para comer su
carne; ¡desenganchaban las bestias de tiro de los carros en que se transportaba a
los enfermos y se abandonaba a éstos a su suerte, para seguir marchando, cuando
se podía, con una prisa triste y febril; quien se quedaba atrás, rendido por la
fatiga o el agotamiento, ya no encontraba por la mañana el rastro del ejército y,
si acaso lo descubría, esforzábase en vano por darle alcance; caía entre espantosos
estertores bajo el ardiente sol del mediodía o se perdía en los laberintos de las
dunas, agonizando lentamente de hambre y de sed. Y los otros eran felices si
antes de que despuntase el día encontraban un pozo para poder apagar su sed
y descansar; no pocas veces era necesario seguir marchando cuando ya el sol
quemaba a través del aire ardiente y enrojecido y la arena era un ascua viva
bajo los pies llenos de llagas; los caballos caían entre estertores y los hombres
se derrumbaban con los ojos y la boca teñidos en sangre o se tendían a morir,
rendidos por el hambre y la fatiga, mientras las filas, ya deshechas, de los demás pa
saban con un silencio espectral por delante del camarada agonizante; y cuando,
por fin, llegaban a un pozo, todos se precipitaban febrilmente a él y bebían con
un ansia insaciable para pagar luego con una muerte espantosa aquella última sa
tisfacción de sus deseos. En uno de los lugares de descanso —un riachuelo casi
seco corría por delante— acampó el ejército durante un día y estaba reposando
bajo las tiendas; de pronto, el lecho del río se llenó y se desbordó, arrollándolo
todo a su paso; armas, bestias, tiendas, hombres, todo fué barrido por las aguas