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136 G. Mar aitón
¡adores perpetuos de la realidad. Pero
claro es que sin ese disimulo, legítimo
y santo, para nada servirían los sueros
más exactos y las operaciones quirúr
gicas más perfectas. Algunas noches,
al terminar mi trabajo, he pensado lo
que hubiera pasado si a todos los en
fermos que habían desfilado por la Clí
nica les hubiera dicho rigurosamente
la verdad. No se necesitaría más para
componer la pieza más espeluznante
del Gran Guiñol.
El médico, pues —digámoslo heroi
camente—, debe mentir. Y no sólo por
caridad, sino por servicio de la salud.
¡Cuántas veces una inexactitud, delibe
radamente imbuida en la mente del en
fermo, le beneficia más que todas las
drogas de la Farmacopea! El médico
de experiencia sabe incluso diagnosti-