Page 645 - Las enseñanzas secretas de todos los tiempos
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casi blanca, que descendía hacia las profundidades, aunque pasaba primero entre las
manos de infinidad de personas que escarbaban la tierra en su busca, pero, como eran
ciegas, nadie la reconocía, salvo de vez en cuando una que tenía en cuenta el peso. Del
último lado de la quinta hoja había un rey con una espada enorme, que hacía que unos
soldados asesinaran en su presencia a una multitud de niños pequeños, cuyas madres
lloraban a los pies de los soldados implacables: otros soldados recogían después la
sangre de aquellos niños y la ponían en un gran recipiente, en el cual iban a bañarse el
sol y la luna.
»Y como esta historia representaba en su mayor parte la de los inocentes que
Herodes hizo matar y como en este libro aprendí la mayor parte del arte, esta fue una
de las causas por las que puse en su camposanto estos símbolos jeroglíficos de su
ciencia secreta. Y así puede ver el lector lo que había en las cinco primeras hojas.
»No voy a presentar al lector lo que estaba escrito en todas las demás hojas en un
latín correcto e inteligible, ya que Dios me castigaría por cometer una maldad mayor
que la de aquel que —según dicen— quería que todos los hombres del mundo
tuviesen una sola cabeza, para poder cortársela de un solo golpe. Al tener conmigo
este hermoso libro, no hacía otra cosa —ni de día ni de noche— más que estudiarlo,
comprendiendo muy bien todas las operaciones que mostraba, aunque sin saber por
dónde empezar, lo cual me ponía apesadumbrado y solitario y me hacía exhalar más
de un suspiro. Mi esposa Perrenela, a la que amo como a mí mismo y con la que me
había casado hacía poco, estaba muy asombrada, me consolaba y preguntaba de todo
corazón si podía de alguna manera librarme de lo que me preocupaba. No pude
contenerme y se lo conté y le enseñé este hermoso libro, con el cual, en el preciso
instante en que lo vio, se entusiasmó tanto como yo mismo; disfrutó mucho
contemplando la hermosa cubierta, los grabados, las imágenes y los retratos, aunque
los comprendía tan poco como yo: sin embargo, fue para mí un gran alivio poder
hablar con ella y entretenerme pensando en lo que debíamos hacer para poder
interpretarlos».
Nicolás Flamel dedicó muchos años a estudiar aquel libro misterioso. Incluso
pintó los dibujos que contenía por todas las paredes de su casa e hizo numerosas
copias que enseñó a los eruditos que conocía, aunque ninguno pudo explicarle su
significado secreto. Al final decidió salir a buscar a algún adepto o algún sabio y, tras
muchas vueltas, conoció a un médico —llamado el maestro Canches— que se interesó
de inmediato por los diagramas y quiso ver el libro original. Emprendieron juntos el
viaje a París y por el camino el adepto médico explicó a Flamel muchos de los
principios de los jeroglíficos, pero, antes de llegar a destino, el maestro Canches