Page 896 - Las enseñanzas secretas de todos los tiempos
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Durante  su  campaña  en  Asia,  Alejandro  se  enteró  de  que  Aristóteles  había

  publicado uno de sus discursos más preciados y aquello apenó mucho al joven rey. En
  consecuencia,  a  Aristóteles,  el  conquistador  de  lo  desconocido,  Alejandro,  el

  conquistador de lo conocido, envió una carta desafortunada y llena de reproches en la

  que  reconocía  que  la  pompa  y  el  poder  mundanos  no  eran  suficientes:  «Alejandro

  saluda a Aristóteles Has hecho mal en publicar aquellas ramas de la ciencia que hasta
  ahora no se podían adquirir si no era por instrucción oral. ¿Cómo aventajaré a los

  demás  si  el  conocimiento  más  profundo  que  he  obtenido  de  ti  está  al  alcance  de

  cualquiera? Por mi parte, prefiero superar a la mayoría de la humanidad en las ramas

  más  sublimes  del  saber  que  en  el  alcance  del  poder  y  el  dominio.  Adiós».  La
  recepción  de  esta  carta  asombrosa  no  tuvo  consecuencias  en  la  apacible  vida  de

  Aristóteles,  quien  respondió  que,  a  pesar  de  haber  comunicado  el  discurso  a  las

  multitudes,  nadie  que  no  lo  hubiera  escuchado  pronunciarlo  (que  careciera  de
  comprensión espiritual) podría captar su verdadera importancia.

       Pocos años después, Alejandro Magno pasó a mejor vida y junto con su cuerpo se

  desmoronó  la  estructura  del  imperio  erigido  en  torno  a  su  personalidad.  Un  año
  después,  Aristóteles  también  entró  en  aquel  mundo  superior  sobre  cuyos  misterios

  tanto  había  conversado  con  sus  discípulos  en  el  Liceo.  Sin  embargo,  así  como

  Aristóteles  superaba  a  Alejandro  en  vida,  también  lo  superó  en  la  muerte,  porque,

  aunque su cuerpo se descompuso en una tumba ignota, el gran filósofo siguió vivo en
  sus logros intelectuales Siglo tras siglo le rindieron un homenaje agradecido y todas

  las  generaciones  reflexionaron  sobre  sus  teoremas  hasta  que,  por  la  mera

  trascendencia de su raciocinio, Aristóteles —«el maestro de los que saben», como le

  decía Dante— llegó a ser el verdadero conquistador del mundo que Alejandro había
  tratado de someter con la espada.

       De este modo queda demostrado que para apoderarse de un hombre no basta con

  esclavizar su cuerpo, sino que es necesario conseguir su razón, y que para liberar a un
  hombre no basta con abrir los grilletes que le sujetan las extremidades, sino que hay

  que  liberar  su  mente  de  la  esclavitud  de  su  propia  ignorancia.  La  conquista  física

  siempre fracasa, porque, al generar odio y disensión, alienta a la mente a vengar al

  cuerpo ultrajado; sin embargo, todos los hombres se ven obligados, ya sea voluntaria
  o involuntariamente, a obedecer al intelecto en el cual reconocen cualidades y virtudes

  superiores a las propias. Que la cultura filosófica de la antigua Grecia, Egipto e India

  superaba  a  la  del  mundo  moderno  es  algo  que  todos  deben  admitir,  hasta  los

  modernistas más empedernidos. La época dorada de la estética, el intelectualismo y la
  ética griega jamás ha sido igualada desde entonces. El verdadero filósofo pertenece al
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