Page 358 - Dune
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como un cangrejo. La arena rechinaba bajo sus pies. Oyó la respiración del esclavo,
el acre olor de su propia transpiración, y un vago perfume de sangre en el aire.
Continuó retrocediendo, mientras se desviaba hacia la derecha y preparaba su
segunda pica. El esclavo se preparó para saltar. Feyd-Rautha pareció tropezar, se oyó
un griterío en las gradas.
Una vez más, el esclavo atacó.
¡Dios, qué adversario!, pensó Feyd-Rautha, esquivando el fulmíneo ataque. Tan
sólo la rapidez de su juventud le había salvado, pero había dejado la segunda pica
plantada en el músculo deltoide derecho del esclavo.
Frenéticos aplausos llovieron de las gradas.
Ahora me aclaman, pensó Feyd-Rautha. Oyó el salvajismo en sus gritos, tal como
Hawat había dicho que ocurriría. Nunca habían aplaudido así a un campeón familiar.
Recordó con una pizca de orgullo lo que le había dicho Hawat: «Luego les resultará
más fácil ser aterrorizados por un enemigo al que admiran».
Rápidamente, Feyd-Rautha se batió en retirada hacia el centro de la arena, donde
todos le podrían ver claramente. Desenvainó el arma larga, se replegó sobre sí mismo
y esperó el avance del esclavo.
El hombre se detuvo tan sólo el tiempo de liar su segunda pica al brazo, y cargó.
Que la familia me vea bien, pensó Feyd-Rautha. Yo soy su enemigo: que piensen
siempre en mí tal como me ven ahora.
Desenvainó su arma corta.
—No te temo, cerdo Harkonnen —dijo el gladiador—. Tus torturas no pueden
alcanzar a un muerto. Puedo matarme con mi propia hoja antes de que tus
manipuladores consigan siquiera rozar mi piel. ¡Y tú estarás muerto a mi lado!
Feyd-Rautha sonrió, apuntando con su arma larga, la que tenía el veneno.
—Prueba esto —dijo, y fintó con el arma corta en su otra mano.
El esclavo hizo saltar su cuchillo de mano, se volvió, parando y fintando para
apoderarse del arma corta del na-Barón… la del guante blanco que, según la
tradición, llevaba el veneno.
—Te mataré, Harkonnen —gruñó el gladiador.
Se precipitaron el uno contra el otro a través de la arena. Cuando el escudo de
Feyd-Rautha entró en contacto con el semiescudo del esclavo, un crepitar azul señaló
el punto de fricción. El aire a su alrededor se impregnó del ozono de los escudos.
—¡Muere por tu propio veneno! —rugió el esclavo.
Aferró la muñeca enguantada de blanco, girándola violentamente hacia dentro.
¡Que todos vean esto!, pensó Feyd-Rautha. Golpeó hacia abajo con la hoja larga,
que se clavó vanamente contra la pica sujeta al brazo del esclavo.
Feyd-Rautha sintió un instante de desesperación. Nunca había pensado que sus
picas pudieran representar una defensa para el esclavo. Pero en realidad eran como
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