Page 420 - Dune
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mucho mejor un harj a través del desierto de lo que resistiría cualquier mercenario
Harkonnen.
Una oscura mano apareció entre los cortinajes, a su lado, depositó una taza sobre
la mesilla y se retiró. De la taza se elevó el aroma del café de especia.
Una ofrenda por la celebración del nacimiento, pensó Jessica.
Tomó el café y bebió un sorbo, sonriéndose a sí misma. ¿En qué otra sociedad de
nuestro universo, se dijo, una persona en mi posición aceptaría una bebida anónima
y la bebería sin miedo? Ahora puedo alterar cualquier veneno antes de que empiece
a hacerme efecto, pero el donante no lo sabe.
Bebió la taza, saboreando la energía y el vigor de su contenido, caliente y
delicioso.
Y se preguntó qué otra sociedad mostraría aquel respeto natural por su intimidad
y confort, hasta el punto de que el donante se introducía en su estancia tan sólo el
tiempo suficiente para depositar su presente, sin siquiera presentarse a ella. Había
respeto y amor en aquel obsequio… con tan sólo una ligerísima huella de miedo.
Otro elemento del incidente la forzó luego a reflexionar: había pensado en café, y
este había aparecido. No había nada de telepatía allí, lo sabía. Era el tau, la unidad en
la comunidad del sietch, una compensación al sutil veneno de la especia que todos
asimilaban. La gran masa de la gente no podía esperar alcanzar nunca la iluminación
que le había conferido la semilla de especia; no habían sido entrenados ni preparados
para ello. Sus mentes rechazaban aquello que no podían comprender o aceptar. Pero a
veces percibían y reaccionaban como un único organismo.
¿Ha superado Paul su prueba en la arena?, se preguntó Jessica. Es capaz de ello,
pero incluso los más capaces pueden sufrir un accidente.
La espera.
Es la monotonía, pensó. No se puede esperar así tanto tiempo. La monotonía de
la espera te invade.
La espera impregnaba de muchas maneras su vida.
Estamos aquí desde hace más de dos años, pensó, y tendrá que pasar como
mínimo el doble de tiempo para que podamos atrevernos no ya a arrancar Arrakis de
las manos del gobernador Harkonnen, el Mudir Nahya, la Bestia Rabban, sino tan
sólo a pensar en ello.
—¿Reverenda Madre?
La voz al otro lado de los cortinajes era la de Harah, la otra mujer en la casa de
Paul.
—Sí, Harah.
Los cortinajes se abrieron y Harah pareció deslizarse a través de ellos. Llevaba
sandalias de sietch y una túnica roja y amarilla que dejaba al descubierto sus brazos
hasta casi los hombros. Sus cabellos negros estaban peinados hacia atrás, con la raya
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