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                                  Y Muad’Dib se enfrentó a él y le dijo: «Aunque creamos que la prisionera está muerta,
                                  aún vive. Porque su semilla es mi semilla, y su voz es mi voz. Y ella ve más allá de las
                                  más lejanas fronteras de lo posible. Sí, ella ve hasta los más lejanos valles del ignoto
                                  debido a mí».

                                                               De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN




           El Barón Vladimir Harkonnen esperaba de pie, con los ojos bajos, en la sala Imperial
           de audiencias, la ovalada selamlik del Emperador Padishah en el interior de la gran

           estructura.  Con  miradas  furtivas,  el  Barón  había  estudiado  la  estancia  de  paredes
           metálicas  y  sus  ocupantes…  los  noukkers,  los  pajes,  los  guardias,  las  tropas
           Sardaukar de la Casa alineadas a lo largo de las paredes cuya única decoración eran
           los estandartes desgarrados y sucios de sangre capturados en batalla.

               Luego sonaron voces a la derecha de la estancia, haciendo ecos en un alto pasillo:
               —¡Abrid paso! ¡Abrid paso a la Real Persona!

               El Emperador Padishah Shaddam IV hizo su entrada en la sala de audiencias a la
           cabeza de su séquito. Permaneció de pie a la entrada, esperando a que el trono fuera
           instalado, ignorando al Barón, ignorando a todo el mundo en la estancia.
               El  Barón,  por  su  parte,  descubrió  que  no  podía  ignorar  a  la  Real  Persona,  y

           estudió  al  Emperador  buscando  una  señal,  un  mínimo  indicio  que  le  permitiera
           adivinar  el  porqué  de  aquella  audiencia.  El  Emperador  estaba  inmóvil,  impasible,

           esperando… una figura delgada y elegante en el gris uniforme Sardaukar con franjas
           de oro y plata. Su rostro delgado y sus gélidos ojos le recordaron al Barón el difunto
           Duque Leto. Tenía la misma mirada de ave de presa. Pero los cabellos del Emperador
           eran  rojos,  no  negros,  y  la  mayor  parte  de  ellos  estaban  ocultos  por  un  yelmo  de

           Burseg negro como el ébano, con la cimera Imperial de oro sobre la corona.
               Un grupo de pajes apareció con el trono. Era una maciza silla tallada en un único

           bloque de cuarzo de Hagal, azul verdoso y translúcido, con vetas de fuego amarillo.
           Fue situado en el estrado, y el Emperador subió a él y se sentó.
               Una anciana envuelta en un aba negro con la capucha echada sobre la frente se

           destacó entonces del cortejo del Emperador y fue a situarse tras el trono, apoyando
           una descarnada mano en el respaldo de cuarzo. Su rostro, a la sombra de la capucha,
           era la caricatura del de una bruja: ojos y mejillas hundidos, una protuberante nariz,

           una piel arrugada y surcada de abultadas venas.
               El Barón detuvo su temblor al verla. La presencia allí de la Reverenda Madre
           Gaius Helen Mohiam, la Decidora de Verdad del Emperador, revelaba la importancia

           de aquella audiencia. El Barón apartó la mirada de ella y estudió el cortejo, buscando
           otros indicios. Había dos agentes de la Cofradía, uno alto y grueso, el otro pequeño y
           aún más grueso, ambos con lánguidos ojos grises. Tras los lacayos había una de las



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