Page 490 - Dune
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—Perímetro —dijo el Emperador. La palabra surgió como si su boca la hubiera
           escupido—.  La  tormenta  no  alcanzará  esta  depresión,  y  esa  escoria  Fremen  no  se
           atreverá a atacar mientras esté yo aquí con cinco legiones de Sardaukar.

               —Por  supuesto  que  no,  Majestad  —dijo  el  Barón—.  Pero  un  exceso  de
           preocupaciones nunca puede ser censurado.
               —Ahhh —dijo el Emperador—. Censurar. Entonces, ¿no debo hablar de todo el

           tiempo  que  esta  farsa  de  Arrakis  me  ha  costado?  ¿Ni  de  los  beneficios  de  la
           Compañía CHOAM engullidos en este nido de ratas? ¿Ni de las ceremonias de la
           corte y todos los asuntos de estado que he tenido que aplazar, e incluso cancelar, a

           causa de este estúpido asunto?
               El Barón bajó los ojos, aterrado por la cólera Imperial. Lo delicado de su posición
           allí, solo y dependiendo de la Convención y del dictum familia de las Grandes Casas,

           le inquietaba. ¿Acaso quiere matarme?, se preguntó el Barón. ¡No puede! No con
           todas las Grandes Casas esperando ahí arriba para aprovechar cualquier pretexto y

           arrancar un bocado de beneficios de esta crisis.
               —¿Habéis capturado algún rehén? —preguntó el Emperador.
               —Es  inútil,  Majestad  —dijo  el  Barón—.  Esos  locos  Fremen  celebran  una
           ceremonia fúnebre por cada prisionero, y actúan como si ya estuviera muerto.

               —¿De veras? —dijo el Emperador.
               Y el Barón aguardó, lanzando ojeadas a diestra y siniestra a las metálicas paredes

           del selamlik, pensando en la monstruosa tienda metálica que se erguía a su alrededor.
           La ilimitada riqueza que aquello representaba provocó el respeto del Barón. Lleva
           consigo  pajes,  pensó  el  Barón,  e  inútiles  lacayos  de  corte,  esas  mujeres  y  sus
           compañeros… peluqueros, dibujantes, de todo… todos ellos parásitos de la Corte.

           Todos están aquí… adulándole, conspirando, «pasando apuros» con el Emperador…
           todos aquí para poner término a este asunto, para escribir epigramas acerca de las

           batallas e idolatrar a los heridos.
               —Quizá no hayáis pensado en ningún momento en los rehenes adecuados —dijo
           el Emperador.
               Sabe algo, pensó el Barón. El miedo pesaba como una piedra en su estómago,

           densa y fría. Era como el hambre, y durante un tiempo tembló bajo sus suspensores,
           sintiendo  el  deseo  de  pedir  que  le  trajeran  comida.  Pero  allí  no  había  nadie  que

           obedeciera sus órdenes.
               —¿Tenéis  alguna  idea  de  quién  pueda  ser  ese  Muad’Dib?  —preguntó  el
           Emperador.

               —Seguramente un Umma —dijo el Barón—. Un fanático Fremen, un aventurero
           religioso. Aparecen regularmente en los bordes de la civilización. Vuestra Majestad
           lo sabe.

               El  Emperador  miró  a  su  Decidora  de  Verdad,  luego  volvió  ceñudamente  su




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