Page 93 - Alejandro Casona
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alma en los dedos. No esperes a que él se la arranque de un tirón.
MAURICIO.
No puedo, no tendría valor. No quiero ver una herida que yo mismo
he contribuido a abrir y que ya no soy capaz de curar. ¡Vámonos de
aquí cuanto antes!
ISABEL.
¿A tu casa cómoda y tranquila? ¿A divertirnos fabricando sueños que
tienen este despertar? No, Mauricio; vuelve tú solo.
MAURICIO.
¡No habrás pensado quedarte aquí!
ISABEL.
Ojalá pudiera. Pero tampoco quiero salir de esta vida inventada para
volver contigo a otra tan falsa como ésta.
MAURICIO.
¿Adónde entonces? ¿Piensas volver a tu vida de antes?
ISABEL.
Parece increíble, ¿verdad? Y sin embargo ésa es la gran lección que
he aprendido aquí. Mi cuarto era estrecho y pobre, pero no hacía falta
más; era mi talla. En el invierno entraba el frío por los cristales, pero
era un frío limpio, ceñido a mí como un vestido de casa. Tampoco
había rosas en la ventana; sólo unos geranios cubiertos de polvo.
Pero todo a mi medida, y todo mío: mi pobreza, mi frío, mis geranios.
MAURICIO.
¿Y es a aquella miseria adonde quieres volver? No lo harás.
ISABEL.
¿Quién va a impedírmelo?
MAURICIO.
Yo.
ISABEL.
¿Tú? Escucha, ahora ya no hay maestro ni discípula; vamos a
hablarnos por primera vez de igual a igual, y voy a contarte mi
historia como si no fuera mía para que la veas más clara. Un día la
muchacha sola fue sacada de su mundo y llevada a otro maravilloso.
Todo lo que no había tenido nunca, se le dio allí de repente: una
familia, una casa con árboles, un amor de recién casada. Sólo se
trataba, naturalmente, de representar una farsa. Pero ella "no sabía
medir" y se entregó demasiado. Lo que debía ser un escenario se