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por  acostumbrarlos  al  frío  y  al  trabajo,  y  también  por  que  los  miembros  se
        fortaleciesen.  No  les  soltaban  los  brazos  de  las  envolturas  por  más  de  tres
        meses  porque  decían,  que  soltándoselos  antes,  los  hacían  flojos  de  brazos.
        Teníanlos  siempre  echados  en  sus  cunas,  que  era  un  banquillo  mal  aliñado
        de  cuatro pies,  y  el  un  pie  era  más  corto  que  los  otros  para  que  se  pudiese
        mecer.  El asiento  o  lecho  donde  echaban  al  niño  era  de  una  red  gruesa,  por
        que  no  fuese  tan dura si  fuese  de  tabla,  y  con  la  misma  red  lo  abrazaban  por
        un  lado  y otro de la cuna  y  lo  liaban,  por  que  no  se  cayese  de ella.
            Al  darles  la  leche  ni  en  otro  tiempo  alguno  no  los  tomaban  en  el  re-
        gazo  ni  en  brazos,  porque  decían  que  haciéndose  a  ellos  se  hadan  llorones
        y no  querían estar en la  cuna,  sino  siempre  en brazos.  La  madre  se  recostaba
        sobre  el  niño  y  le  daba el  pecho,  y  el  dárselo  era  tres  veces  al  día:  por  la
        mañana y al mediodía y a la  tarde.  Y fuera de  estas  horas  no  les  daban  leche,
        aunque  llorasen,  porque  decían  que  se  habituaban  a  mamar  todo  el  día  y
        se  criaban  sucios  con  vómitos  y  cámaras,  y  que  cuando  hombres  eran  co-
        milones  y  glotones:  decían  que  los  animales  no  estaban  dando  leche  a  sus
        hijos  todo  el  día  ni  toda  la  noche,  sino  a ciertas  horas.  La  madre  propia  cria-
        ba  su  hijo;  no  se  permitía  darlo  a  criar,  por  gran  señora  que  fuese,  si  no
        era por  enfermedad.  Mientras  criaban  se  abstenían  del  coito,  porque  decían
        que  era  malo  para  la  leche  y  encanijaba  la  criatura.  A  los  tales  encanijados
        llamaban  ayusca,- es  participio  de  pretérito;  quiere  decir,  en  toda  su  signifi-
        cación,  el  negado,  y  más  propiamente  el  trocado  por  otro  de  sus  padres.  Y
        por  semejanza  se  lo  decía  un  mozo  a  otro,  motcjándole  que  su  dama  hacía
        más  favor  a  otro  que  no  a  él.  No  se  sufría  decírselo  al  casado,  porque  es
        palabra  de las  cinco;  tenía  gran  pena  el  que  la  decía.  Una  Palla  de  la  sangre
        real  conocí  que  por  necesidad  dio  a  criar  una  hija  suya.  La  ama  debió  de
        hacer  traición  o  se  empeñó,  que  la  niña  se  encanijó  y  se  puso  como  ética,
        que  no  tenía  sino  los  huesos  y  el  pellejo.  La  madre,  viendo  su  hija  ayusca
        (al  cabo  de ocho  meses  que se  le  había  enjugado  la  leche),  la  volvió  a  llamar
        a  los  pechos  con  cernadas  y  emplastos  de  yerbas  que  se  puso  a  las  espaldas,
        y volvió  a  criar  su  hija  y  la  convaleció  y  libró  de  muerte.  No  quiso  dársela
        a otra  ama,  porque  dijo  que la  leche  de  la  madre  era  la  que  le  aprovechaba.
            Si  la  madre  tenia  leche  bastante  para  sustentar  su  hijo,  nunca  jamás  le
        daba  de  comer  hasta  que  lo  destetaba,  porque  decían  que  ofendía  el  manjar
        a  la  leche  y  se  criaban  hediondos  y  sucios.  Cuando  era  tiempo  de  sacarlos
        de  la  cuna,  por  no  traerlos  en  brazos  les  hadan  un  hoyo  en  el  suelo,  que
        les  llegaba  a  los  pechos;  aforrábanlos  con  algunos  trapos  viejos,  y  allí  los
        metían  y  les  ponían  delante  algunos  juguetes  en  que  se  entretuviesen.  Allí
        dentro  podía  el  niño  saltar  y  brincar,  mas  en  brazos  no  lo  habían  de  traer,
        aunque  fuese  hijo  del  mayor  curaca  del  reino.
            Ya  cuando  el  niño  andaba  a  gatas,  llegaba  por  el  un  lado  o  el  otro  de
        la  madre  a  tomar el  pecho,  y había  de  mamar  de  rodillas  en el  suelo,  empero
        no  entrar  en  el  regazo  de  la  madre,  y  cuando  quería  el  otro  pecho  le  ense-

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