Page 466 - Egipto Tomo 1
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artificialmente á las mezquitas y alminares el aspecto que en otro tiempo ofrecieron , para lo
cual se creyó que bastaba con fiar la realización del pensamiento á simples jabelgadores que
sin encomendarse á Dios ni al diablo, con sus manos pecadoras chafarinaron de rojo rabioso
v amarillo chillón los muros exteriores de aquellos monumentos venerandos. Xo puede
formarse idea del desastroso efecto que producen al presente, metidos en un traje de payaso
ó arlequín, esos edificios cuyos constructores aprendieran de los antiguos egipcios el arte de
casar los colores, y de extender y suavizar los tonos. Las obras arquitectónicas de la época
turca son feas en sus formas, y se hallan sobrecargadas de adornos pesados, y embadurnadas,
más bien que pintadas con sentimiento artístico. Afortunadamente no están destinadas á
herir durante mucho tiempo la mirada del artista; pues todavía encierran menores condi-
ciones de duración que las otras, ya que, si así podemos expresarnos, fueron construidas
para satisfacer necesidades del momento: la posteridad, de la cual para nada se acordaron los
que las construyeran, se vengará
de ellas condenándolas al olvido.
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Lo mismo que en sus obras,
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refléjanse en su historia la versa-
tilidad é instabilidad de espíritu
de los orientales. Las dinastías
y los reinos se suceden con ra-
pidez verdaderamente vertigino-
sas, de manera que seria en
vano buscar en los anales de
Oriente aquellas séries de reyes
de una misma familia de que tan
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abundantes ejemplos nos ofrece
FRAGMENTOS DE COLUMNAS
la antigüedad y áun los moder-
nos estados de Europa. El tiempo, que en raudo torbellino todo lo arrastra y lo envuelve todo
vertiginosa, el tiempo, ed-dahher, ó como dicen los árabes, ¡a
en su carrera desatentada y
sucesión de las noches, todo lo destruye. Esta palabra fatídica en parte alguna puede pronun-
ciarse con más exactitud, y en ninguna región se oye con más frecuencia que en Oriente:
«Xo olvides, oh alma, que en este mundo todo es perecedero excepto Alah.» Esta máxima
del árabe pagano Lebid, valióle el honor de ser incluido en el catálogo de los poetas del
Islam, que al cabo abrazó en los postreros años de su vida. Los historiadores, por su parte,
en las artificiosas introducciones de sus obras, pintan con preferencia y con colores
vivísimos, no la eternidad que se refleja en la fortuna varia de los pueblos, sino la
instabilidad que descubren en todas partes, en cuanto se paran á considerar las cosas
terrenas. El pueblo mismo, que no ceja jamás en la tarea de forjarse fábulas y quimeras,
atribuve frecuentemente, según hemos consignado en distintas ocasiones, á los edificios
maravillosas leyendas que no han de tener
sagrados y á las reliquias, efectos milagrosos y