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—Me parece —repuso Heathcliff— que el amor que le falta es el
amor propio. ¡Está convertida en una verdadera fregona! Se ha
cansado enseguida de complacerme. Aunque te parezca
mentira, el mismo día de nuestra boda ya estaba llorando por
volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es,
se sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de
que no me ridiculice escapándose de ella.
—Debía usted pensar, señor —repliqué—, que la señora
Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan y cuiden, ya
que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y
regalos. Usted debe proporcionarle una doncella y la debe
tratar con benevolencia. Piense usted lo que piense sobre
Eduardo, no tiene derecho a dudar del amor de la señorita, ya
que, de otro modo, no hubiese abandonado, para seguirle, las
comodidades que la rodean ni hubiese dejado a los suyos para
acompañarle a este horrible desierto.
—Si abandonó su casa —argumentó él— fue porque creyó que
era un héroe de novela y esperaba toda clase de cosas de mi
caballeresca pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se
comporta respecto a mi carácter y tales ideas se ha formado
sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero
empieza a conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas
sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería
fascinarme al principio, y noto que disminuye la incapacidad
que padecía de comprender que yo hablaba en serio cuando
expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar
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