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hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el polvo de los

                  muebles; pero el ambiente se había apoderado de ella. Su

                  hermoso rostro estaba des—cuidado y pálido, y tenía


                  despeinados los cabellos. Al parecer, no se había arreglado la

                  ropa desde el día anterior.


                  Hindley no estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa


                  revolviendo unos papeles de su cartera. Al verme, me saludó

                  con amabilidad y me ofreció una silla. Era el único que tenía

                  buen aspecto en aquella casa; creo que mejor aspecto que

                  nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier


                  forastero le habría tomado a él por un auténtico caballero y a

                  su esposa por una vulgar pordiosera.


                  Isabel se adelantó impacientemente hacia mí, alargando la


                  mano como si esperase recibir la carta que aguardaba que le

                  escribiese su hermano. Volví la cabeza negativamente. A pesar

                  de todo, me siguió hasta el mueble donde fui a poner mi

                  sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para ella.



                  Heathcliff comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:


                  —Si tienes algo que dar a Isabel, dáselo, Elena. Entre nosotros

                  no hay secretos.



                  —No traigo nada —repuse, suponiendo que lo mejor era decir la

                  verdad.


                  —Mi amo me ha encargado que diga a su hermana que, por el

                  momento, no debe contar con visitas ni cartas suyas. Le envía


                  la expresión de su afecto, le desea que sea muy feliz y le





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