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habrá. ¡Dese prisa y enséñeme algún sitio donde poder
instalarme!
Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las
trazas, debía de ser la mejor. Había una buena alfombra,
aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel
pintado que se caía a pedazos, una excelente cama de roble
con cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía un
aspecto descuidadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier
manera, medio arrancadas de sus anillas, y la varilla metálica
que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes
arrastraban por el suelo. Las sillas estaban estropeadas y
grandes desperfectos afeaban el empapelado de las paredes.
Me preparaba a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a
mi torpe guía:
—Esta es la habitación del amo.
Entretanto, la cena se había enfriado, el apetito disipado, y se
me había agotado la paciencia. Insistí violentamente en que se
me diese un sitio donde descansar.
—¿Dónde demonios?...—comenzó el bendito viejo. —¡Dios me
perdone!
¿Dónde demonios quiere instalarse usted? ¡Vaya una lata! Ya le
he enseñado todo, menos el tabuco de Hareton. No hay en toda
la casa otro sitio donde dormir.
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