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Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena,
resolví cocinar algo que resultara comestible, ya que me sentía
con apetito, y exclamé:
—Yo haré la sopa.
Le quité la vasija y comencé a despojarme de la ropa de
montar.
–El señor Earnshaw —agregué— me ha dicho que debo
cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remilgos, porque
temo que me moriría de hambre.
—¡Dios mío! —profirió. —¡Si ahora que he conseguido
acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que empezar a
soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora,
será cosa de marcharse! Creí que no tendría que salir nunca de
esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.
Me puse a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no
pude por menos que suspirar al recordar las épocas en que tal
trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de
las venturas perdidas me angustiaba, y a mayor angustia, más
vivamente agitaba el batidor y más deprisa caían en el agua los
puñados de harina. José contemplaba furioso mi modo de
cocinar.
—¡Qué barbaridad! —comentaba. —Te quedas sin sopa esta
noche Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo echaría cazo y todo.
Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería y así
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