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aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo
había cogido para examinarla, cerró la navaja y escondió el
arma.
—No me importa que le hable de esto —dijo. —Puede ponerle en
guardia y velar por él. Ya veo que sabe usted las relaciones que
nos unen puesto que no se espanta del peligro que él corre.
—¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? —
pregunté. —¿No valdría más decirle que se fuera?
—¡No! —gritó Earnshaw —Si trata de abandonarme, le mato.
Intente usted persuadirle de hacerlo y será usted responsable
de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin
esperanza de recuperarlo? ¿Cree que voy a consentir que
Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo
devuelva todo, y luego le arrancaré su sangre, y después el
diablo se apoderará de su alma. ¡Cuándo vaya al infierno, éste
se volverá mil veces más horrible con su presencia!
Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo
estaba, por lo menos, la noche pasada. Tal miedo me producía
su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía
agradable en comparación.
Reanudó sus silenciosos paseos, y yo entonces así el picaporte
y corría la cocina. José atendía la lumbre, sobre la que había
colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con
sopa de avena. El contenido de la olla comenzaba a hervir, y él
dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo.
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