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—Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una

                  sopa —dijo.


                  —En aquel rincón hay un montón de trigo limpio. De todos


                  modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su

                  elegante vestido.


                  El tal cuarto era una buhardilla donde olía a cebada y a trigo, y

                  contra las paredes se apilaban los sacos.



                  —¡Vaya! —dije molesta. —No voy a dormir aquí. Muéstreme una

                  alcoba.


                  —¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquella es


                  la mía.


                  Y me señaló otro camaranchón sólo distinto del primero porque

                  había en él una cama baja y grande, sin cortinas y con una

                  colcha de color.



                  —Su alcoba no me interesa —dije. —Enséñeme la alcoba del

                  señor Heathcliff.


                  —Haberlo dicho antes—replicó, como si le hubiese hablado de


                  algo extraordinario. —Ya le hubiera contestado que no perdiera

                  el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este

                  hombre no permite el paso a nadie.


                  —¡Linda casa y magníficos habitantes! —repuse. —Ya veo que la


                  quintaesencia de la locura humana invadió mi alma el día que

                  me casé con ese hombre. En fin: no importa; otras habitaciones










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