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Furiosa ya, tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después
me senté en el rellano de la escalera y rompía llorar.
—¡Muy bien, señorita, muy bien! —dijo José. — Ahora, cuando el
amo encuentre los restos de los cacharros, verá la que se arma.
¡Qué mujer tan necia! Merece usted no comer hasta Navidad, ya
que ha arrojado al suelo el pan nuestro de cada día. Pero me
parece que no le durarán mucho esos arrebatos. ¿Se figura que
Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera
otra cosa sino que la hubiera visto en este momento. Era
bastante.
Mientras me reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y
me dejó sumida en tinieblas.
Después de mi arranque de cólera, medité y comprendí que era
preciso dominar mi orgullo y procurar no excitarme. Encontré
un auxiliar imprevisto en tragón, al que no tardé en reconocer
como hijo de nuestro viejo Espía. De cachorrillo había estado en
la Granja, y mi padre se lo había regalado al señor Hindley.
Debió de conocerme, porque me frotó la nariz con su hocico
como saludo, y luego empezó a comerse la sopa derramada,
mientras yo andaba por los peldaños cogiendo los cacharros
que tirara y limpiando con el pañuelo las manchas de leche de
la barandilla.
Estábamos terminando la faena cuando sentimos los pasos de
Earnshaw en el corredor. El perro encogió el rabo y se acurrucó
contra la pared. Yo me deslicé por la puerta más cercana. El
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