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—¿Qué? ¿Te marchas?


                  El instinto de conservación me hizo complacerle. Salí y esperé a

                  que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado


                  alguno, y José, a quien le pedí que me acompañase a mi

                  cuarto, contestó:


                  —¡Cha,cha,cha...! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta

                  manera?



                  ¡Qué cháchara! ¡Cualquiera la entiende!


                  —¡Digo que me acompañe a la casa! —grité, creyendo que sería

                  sordo, y bastante enojada de su grosería.



                  —¡Quia! Tengo cosas más importantes que hacer.


                  Y continuó ocupándose en sus menesteres, moviendo las

                  mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi


                  rostro. Creo que tanto como el primero tenía de bonito debía

                  tener el segundo de apenado.


                  Di la vuelta al patio, y llegué a otra puerta, a la que llamé,

                  esperando que apareciese algún criado más servicial. Al poco


                  rato abrió un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía

                  un aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que

                  caían hasta sus hombros desfiguraba su semblante. Sus ojos


                  parecían una copia de los de Catalina.


                  —¿Qué quiere? –me preguntó. —¿Quién es usted?


                  —Mi nombre de soltera era Isabel Linton —repuse. —Ya me

                  conoce usted. Me he casado hace poco con el señor Heathcliff,






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