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probar hasta dónde llegaba su paciencia, y siempre he visto
que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí.
Agrega, para tranquilidad de su fraternal corazón, que me
mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la
ley. Hasta el presente he evitado todo pretexto que le valiera
para pedir la separación aunque, si quiere irse, no seré yo quien
me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no
compensa el disgusto de tener que soportar su presencia.
—Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff —le dije.
—Su mujer está, sin duda, convencida de ello, y por esa causa le
ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede
marchar, supongo que aprovechará la ocasión. Opino, señora,
que no estará usted tan loca como para quedarse
voluntariamente con él.
—Elena —replicó Isabel, con una expresión en sus ojos que
patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido en hacerse
odiar había sido absoluto—, no creas ni una palabra de cuanto
dice. Es un diablo, un monstruo, y no un ser humano. Ya he
probado antes de irme y no me ha dejado deseos de repetir la
experiencia. Te ruego, Elena, que no menciones esta vil
conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que
quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo.
Asegura que se ha casado conmigo para cobrar ascendiente
sobre mi hermano; pero antes de darle el placer de conseguirlo
preferiré que me mate. ¡Ojalá lo haga! No aspiro a otra felicidad
que a la de morirme o preferiblemente, verle muerto a él.
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