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y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, caía en
trenzas sobre sus hombros. Había cambiado mucho, como yo
dijera a Heathcliff; pero, no obstante, cuando estaba serena,
ostentaba una especie de belleza sobrenatural. En lugar de su
antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una melancólica dulzura.
No parecía que mirase lo que la rodeaba, sino que contemplase
cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo. Su
rostro estaba aún pálido; pero no tan demacrado como antes, y
el aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba
dolorosamente, despertaba más interés aún hacia ella en los
que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo
claro que estaba condenada a morir...
Sobre el alféizar de la ventana había un libro, y el viento
agitaba sus páginas. Debió de ser Linton quien lo puso allí, ya
que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a
pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios.
Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente
cuando estaba de buen humor, aunque a veces dejaba escapar
un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le
impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la
distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre
las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que
saliese, lo que él se apresuraba a hacer, creyendo mejor en
tales casos que estuviese sola.
Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton, y el melodioso
rumor del arroyo que regaba el valle acariciaba dulcemente los
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