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oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor

                  de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del

                  arroyo. En Cumbres Borrascosas se escuchaba con gran


                  intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a

                  una temporada de lluvias. Evidentemente, oyendo el ruido del

                  arroyo, Catalina debía estar pensando en Cumbres

                  Borrascosas, en el supuesto de que pensara y oyera algo,


                  puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que

                  estaba ausente de toda clase de cosas materiales.


                  —Me han dado una carta para usted, señora —le dije,


                  depositándosela en su mano, que tenía apoyada en la rodilla. —

                  ¿La abro?


                  —Sí —repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada. La


                  abrí. Era brevísima.


                  —Léala usted —proseguí.


                  Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo y esperé;

                  pero viendo que no prestaba atención alguna dije:



                  —¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.


                  Se sobresaltó y cruzó por sus ojos un relámpago que indicaba

                  que luchaba para coordinar las ideas. Cogió la carta, la repasó

                  superficialmente y suspiró al leer la firma. Pero no se había


                  dado cuenta de su contenido, porque al














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