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que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus

                  ojos, aunque ardían de angustia, permanecían secos.


                  —Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo,


                  Heathcliff —dijo Catalina, mirándole ceñuda. —Y ahora os

                  lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te

                  compadezco. Has conseguido tu objeto, me has matado. Tú


                  eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo

                  muera?


                  Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue

                  a levantarse, pero ella le sujetó el cabello y le hizo permanecer


                  en aquella postura.


                  —Quisiera tenerte así —dijo— hasta que ambos muriéramos. No

                  me importa nada que sufras. ¿Por qué no has de sufrir?

                  También sufro yo. ¿Me olvidarás, Heathcliff? ¿Serás capaz de


                  ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de

                  veinte años dirás quizás: «Aquí está la tumba de Catalina

                  Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado


                  todo. Luego he amado a otras muchachas. Quiero más a mis

                  hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir y

                  dejarlos que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que


                  quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?


                  —No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú

                  —gritó él. Había desprendido la cabeza de las manos de su

                  amiga y le rechinaban los dientes.











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