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criados que avanzaban en grupo por el camino. El señor Linton

                  los seguía a corta distancia. Abrió por sí mismo la verja. Parecía

                  extasiado en contemplar la belleza de la tarde estival y aspirar


                  sus suaves perfumes.


                  —Ya ha llegado —exclamé—, ¡Baje enseguida, por Dios! No

                  encontrará usted a nadie en la escalera principal. Ocúltese


                  entre los árboles hasta que el señor haya entrado.


                  —Debo irme, Catalina —dijo Heathcliff, separándose de sus

                  brazos.


                  —Pero, de no morirme, te volveré a ver antes de que te hayas


                  dormido... No me separaré ni cinco metros de tu ventana.


                  —No te irás —repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas. —

                  No tienes por qué irte.


                  —Vuelvo antes de una hora —aseguró él. —La señora insistió:



                  —No te vayas ni un instante.


                  —Me es forzoso marcharme —repitió, alarmado, Heathcliff. —

                  Linton estará aquí dentro de un momento.



                  Por su deseo, él se hubiera levantado y desprendido de ella a

                  viva fuerza; pero Catalina le sujetó firmemente, mientras

                  pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro se

                  transparentaba una decidida resolución.



                  —¡No! —gritó. —¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la

                  última vez, Heathcliff, me muero!









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