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Heathcliff se marchó al salón y permaneció sentado. El señor

                  Linton recurrió a mí, y entre los dos, con grandes esfuerzos,

                  logramos reanimar a Catalina. Pero había perdido la razón


                  completamente: suspiraba, emitía quejidos inarticulados y no

                  reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se

                  olvidó de su odiado rival. Aproveché la primera oportunidad

                  que tuve para ir a rogarle que se fuese, afirmándole que


                  Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana siguiente

                  le llevaría noticias suyas.


                  —Saldré de la casa —dijo él—, pero permaneceré en el jardín. No


                  te olvides de cumplir tu palabra mañana, Elena. Estaré bajo

                  aquellos pinos; tenlo en cuenta. De lo contrario, volveré, esté

                  Linton o no.



                  Echó una rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba,

                  y al comprobar que, al parecer, yo no había faltado a la verdad,

                  se fue, librando a la casa de su perniciosa presencia.
































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