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actitud, porque reparé en una pareja de mirlos que iban y

                  venían a menos de un metro de distancia de él, ocupándose en

                  construir su nido y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como


                  si fuera un tronco de árbol. Al acercarme, echaron a volar, y él,

                  levantando los ojos, me dijo:


                  —¡Ha muerto! ¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa


                  noticia! Vamos; fuera ese pañuelo. No me vengas con llantos...

                  ¡Idos todos al diablo! ¿De qué le servirán vuestras lágrimas?


                  Yo lloraba tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer

                  a personas que son incapaces de experimentar tal sentimiento


                  hacia el prójimo y hasta hacia sí mismos. Al verle se me ocurrió

                  que quizá sabía ya lo sucedido y que se había resignado y

                  rezaba, porque movía los labios y bajaba la vista.


                  —Ha muerto —contesté, enjugando mi llanto— y está en el cielo,


                  adonde todos iríamos a reunirnos con ella si aprovecháramos la

                  lección y dejáramos el mal camino para seguir el bueno.


                  —¿Acaso ha muerto como una santa? —preguntó


                  sarcásticamente Heathcliff. —Vaya... Cuéntame... ¿Cómo ha

                  muerto...?


                  Quiso pronunciar el nombre de la señora; pero la voz expiró en


                  sus labios y se los mordió. Se notaba en él una silenciosa lucha

                  interna.


                  — ¿Cómo ha muerto? —volvió a preguntar.












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