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la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues; sígueme hasta
que me enloquezcas. Pero no me dejes solo en este abismo. ¡Oh!
¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!
Apoyó la cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un
hombre que sufre, sino una fiera acosada cuyas carnes
desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del árbol
distinguí varias manchas de sangre, y sus manos y frente
estaban manchadas también. Escenas idénticas a aquella
debían de haber sucedido durante la noche. Más que
compasión, sentí miedo; pero me era penoso dejarle en aquel
estado. Él fue quien, al darse cuenta de que yo seguía allí, me
gritó que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía
consolarle ni devolverle la tranquilidad. Hasta el viernes
siguiente —día en que había de celebrarse el funeral— Catalina
permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba cubierto de
plantas y flores. Todos menos yo ignoraron que Linton pasó allí
todo aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez,
Heathcliff también pasaba fuera las noches, por lo menos, sin
reposar tampoco ni un minuto. El martes, aprovechando un
instante en que el amo, rendido de fatiga, se había retirado
para dormir un par de horas, abrí una de las ventanas, a fin de
que Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós.
Aprovechó la oportunidad y entró sin hacer el más ligero ruido.
Sólo pude darme cuenta de que había penetrado al apreciar lo
desordenadas que estaban las ropas en torno del rostro del
cadáver y hallar en el suelo un rizo rubio. Examinado con
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