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angustia infinita, y, en cambio, el rostro de la muerta reflejaba

                  una infinita paz. Tenía los párpados cerrados y los labios

                  ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiera estado


                  más bello que ella. Me comunicó su serenidad. Jamás sentí más

                  serena mi alma que mientras estuve contemplando aquella

                  inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las

                  palabras que Catalina pronunciara poco antes: se había


                  remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la

                  tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente

                  estaba con Dios...



                  Tal vez sea una cosa peculiar mía; pero el caso es que muy

                  pocas veces dejo de sentir una impresión interna de beatitud

                  cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me

                  acompaña. Me parece apreciar en la muerte un reposo que ni el


                  infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la

                  sensación de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la eternidad. Allí

                  donde la vida no tiene límites en su duración, ni el amor en sus


                  transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendí

                  el egoísmo que encerraba un amor como el de Linton, que de

                  tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina.


                  Claro está que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y


                  rebelde vida que había llevado, cabía dudar de si entraría o no

                  en el reino de los cielos; pero la contemplación de aquel

                  cadáver con su aspecto sereno eliminaba toda duda de que el


                  alma que la alentó gozaba ahora de la misma paz inefable que

                  aquel exánime cuerpo.






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