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—¡Maldito imbécil! Ya ha llegado —exclamó Heathcliff

                  dejándose caer otra vez en la silla. —¡Calla, Catalina! ¡Calla,

                  alma mía! Si me matase ahora, moriría bendiciéndole.



                  Y volvieron a unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo

                  por la escalera. Un sudor frío bañaba mi frente. Estaba

                  horrorizada.


                  —Pero ¿es que va usted a hacer caso de sus delirios? —dije a


                  Heathcliff fuera de mí. — No sabe lo que dice. ¿Es que se

                  propone usted perderla aprovechando que le falta la razón?

                  Levántese y márchese inmediatamente. Este crimen sería el


                  más odioso de cuantos haya cometido usted. Todos nos

                  perderemos por culpa suya; el señor, la señora y yo.


                  Grité y me retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar,

                  el señor Linton se apresuró más aún. No dejó de aliviar un tanto


                  mi turbación al ver que los brazos de Catalina, dejando de

                  oprimir a Heathcliff, caían lánguida— mente y su cabeza se

                  inclinaba con laxitud.



                  «Se ha desmayado o se ha muerto —pensé. Mejor. Vale más

                  que muera que no que siga siendo una causa de desgracia

                  para todos los que la rodean» Eduardo, pálido de estupor y de

                  ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó hacia él. No sé lo


                  que se proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole

                  entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.


                  —Si no es usted un demonio —dijo Linton—, ayúdeme primero a


                  atenderla y ya hablaremos después.






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