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separado, y tú, sin embargo, nos separaste por tu propia
voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Has sido
tú, y al desgarrártelo has destrozado el mío. Y si yo soy más
fuerte, ¡peor para mí!
¿Para qué quiero vivir cuando tú...? ¡Oh Dios, quisiera estar
contigo en la tumba!
—¡Déjame! —contestó Catalina sollozando. —Si he causado mal,
lo pago con mi muerte. Basta. También tú me abandonaste;
pero no te lo reprocho y te he perdonado. ¡Perdóname tú
también!
—¡Perdonarte cuando veo esos ojos y toco esas manos
enflaquecidas! Bésame, pero no me mires. Sí; te perdono. ¡Amo
a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar a quien acaba
con tu vida?
Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en
lágrimas. No sé si me equivoqué al suponer que Heathcliff
lloraba también; pero, en verdad, el caso no era para menos.
Yo me sentía inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente
de la iglesia de Gimmerton y esparcirse por el valle. El criado
que había enviado al pueblo estaba de regreso.
—El oficio religioso ha concluido —anuncié— y el señor volverá
antes de media hora.
Heathcliff profirió un juramento y abrazó más apretadamente
aún a Catalina, que permaneció inmóvil. A poco distinguí a los
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