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C A P Í T U L O XVI
A las doce de aquella noche nació la Catalina que usted ha
conocido en Cumbres Borrascosas: una niña de siete meses.
Dos horas después moría su madre, sin haber llegado a
recobrar el sentido suficiente para reconocer a Eduardo o echar
de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de
dolor por la pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello; es
demasiado penoso. Alimentaba su disgusto, a lo que se me
alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo
sentía lo mismo mientras contemplaba a la huerfanita y
maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que
en aquel caso fuese heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a
mi juicio, resultado lo más natural.
Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita
se hubiese muerto llorando en las primeras horas de su
existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin
cuidado. Más tarde rectificamos; pero el principio de su vida fue
tan lamentable como probablemente será su fin.
La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se
filtraba, tamizándose, a través de las persianas, y con un dulce
resplandor iluminaba el lecho y a la que en él yacía. Eduardo
tenía los ojos cerrados y reclinaba la cabeza en la almohada.
Sus hermosas facciones estaban tan pálidas como las del
cuerpo que yacía a su lado. Su rostro transparentaba una
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