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—¿Usted cree —preguntó la señora Dean— que personas así
pueden ser felices en el otro mundo? Daría algo bueno por
saberlo.
No contesté a la interrogación de mi ama de llaves, pregunta
que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella continuó
diciendo:
—Temo al pensar en la vida de Catalina Linton, que no es muy
dichosa en el otro mundo. Pero, en fin, dejémosla tranquila, que
ya está en presencia de su Creador...
Como el amo parecía dormir, me aventuré a escaparme al
exterior poco después de salir el sol. Los criados se imaginaron
que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados del
prolongado velatorio; pero, en realidad, lo que me proponía era
hablar al señor Heathcliff, quien había pasado la noche entre
los pinos y no debía de haber sentido el movimiento de la
granja, a no ser que hubiese oído el galope del caballo del
criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más próximo, el
movimiento de puertas y luces le habría hecho comprender,
probablemente, que pasaba algo grave. Yo sentía a la vez
deseo y temor de encontrarle. Por un lado, me urgía
comunicarle la terrible noticia, y por otro, no sabía cómo
hacerlo para no irritarle.
Le vi en el parque, apoyado contra un añoso fresno, destocado
y con el cabello impregnado del rocío, que goteaba desde las
ramas lentamente. Debía de llevar mucho tiempo en aquella
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