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C A P Í T U L O XVII





                  El día del entierro fue el único que hizo bueno aquel mes, hasta


                  el anochecer. El viento cambió de dirección y empezó a llover y

                  luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que hubiéramos

                  disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores

                  quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron y las


                  hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si

                  hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana transcurrió

                  más lúgubre y triste! El señor no salió de su habitación. Yo me


                  instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras le

                  mecía miraba caer la nieve a través de la ventana. De pronto, la

                  puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me


                  enfurecí y me asombré. Imaginando al principio que era una de

                  las criadas grité:


                  —¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír ahora?


                  —Perdona —contestó una voz que me era conocida—; pero sé


                  que Eduardo está acostado y no he podido contenerme.


                  Mientras hablaba, se acercó a la lumbre, apretándose los

                  costados con las manos.


                  —He volado más que corrido desde las Cumbres aquí —


                  continuó—, y me he caído no sé cuántas veces. Ya te lo

                  explicaré todo. Únicamente quiero que ordenes que enganchen

                  el coche para irme a Gimmerton y que me busquen algunos


                  vestidos en el armario.





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