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La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía

                  sobre los hombros y estaba empapada en agua y la cubrían

                  aún algunos copos de nieve. Llevaba el vestido que solía usar


                  de soltera: un vestido escotado, con manga corta, y no tenía

                  cubierta la cabeza ni abrigado el cuello. En los pies calzaba

                  unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida en el cuello

                  junto a la oreja, aunque no sangraba, porque el frío coagulaba


                  la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel y lleno de

                  arañazos y de contusiones.


                  —¡Oh, señorita! —exclamé. —No ordenaré nada ni la escucharé


                  hasta que no se haya cambiado esa ropa mojada. Además,

                  esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace

                  falta enganchar el coche.



                  —Me iré aunque sea a pie —repuso. —Respecto a mudarme,

                  está bien.


                  Mira cómo sangro ahora por el cuello. Con el calor, me duele.


                  Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una


                  criada que preparase ropas se negó a que la atendiese y le

                  curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego

                  ante una taza de té y dijo:



                  —Siéntate, Elena. Quítame de delante la niña de Catalina. No

                  quiero verla. No creas que no me ha afectado la muerte de mi

                  cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos

                  enfadadas y no me lo perdono. Esto bastaría para que no










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