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El cuadro que ambos presentaban era singular y terrible.
Catalina podía, en verdad, considerar que el cielo sería un
destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara
sepultado con su carne perecedera. En sus pálidas mejillas, sus
labios exangües y sus brillantes ojos, se pintaba una expresión
rencorosa. Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del
cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle. Él, por
su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la
oprimía, que, cuando la soltó, distinguí cuatro amoratadas
huellas en los brazos de Catalina.
—Sin duda estás poseída del demonio —dijo él con ferocidad—
al hablarme de esa manera cuando te estás muriendo, ¿no
comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria
como un hierro ardiendo, y que seguiré acordándome de ellas
cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo
te he matado, y te consta también que tanto podré olvidarte
como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico
egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me
retorceré entre todas las torturas del infierno?
—Es que no descansaré en paz —dijo lastimeramente Catalina.
Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su
corazón con tumultuosa irregularidad. Cuando pudo dominar el
frenesí que la embargaba, dijo más suavemente:
—No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he
padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos separáramos. Si una
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