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La cerradura saltó y yo salí.
—Te juro que Linton está muriéndose —dijo Heathcliff
mirándome con dureza. —Y el dolor y la decepción están
apresurando su muerte, Elena. Si no quieres dejar ir a la
muchacha, ve tú y lo verás. Yo no vuelvo hasta la semana que
viene. Ni siquiera tu amo se opondrá.
—¡Entre! —dije a Cati, cogiéndola por un brazo. Ella le miraba
conturbadísima, incapaz de percatarse de la falsedad de su
interlocutor a través de la severidad de sus facciones.
Él se acercó a ella y dijo:
—Si he de ser sincero, señorita Catalina, yo cuido muy mal a
Linton, y José y Hareton peor aún. No tenemos paciencia... Él
está ansioso de ternura y cariño, y las dulces palabras de usted
serían su mejor medicina. No haga caso de los crueles consejos
de la señora Dean. Sea generosa y procure verle. Él se pasa el
día y la noche soñando con usted y creyendo que le odia,
puesto que se niega a visitarle.
Yo cerré la puerta, apoyé una gruesa piedra contra ella, abrí mi
paraguas, porque la lluvia arreciaba, y cubrí con él a la señorita.
Volvimos tan deprisa a casa que no tuvimos ni tiempo de
hablar de Heathcliff. Pero adiviné que el alma de Cati quedaba
ensombrecida. En su triste semblante se notaba que había
creído cuanto él había dicho.
Antes de que llegáramos, el señor se había retirado a
descansar. Cati entró en su habitación y vio que dormía
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