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C A P Í T U L O XXIII
A la lluvia de la noche siguió una mañana brumosa, con
escarcha y ligera llovizna. Arroyos improvisados descendían,
rumorosos, de las colinas, dificultando nuestro camino. Yo,
mojada y furiosa, estaba muy a punto de sacar partido de
cualquier circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos
por la cocina, a fin de asegurarnos que era verdad que el señor
Heathcliff estaba ausente, pues yo no creía nada de cuanto
decía.
José se hallaba sentado. En torno suyo había organizado un
paraíso para su personal placer; a su lado crepitaba el fuego;
sobre la mesa a que estaba instalado había un enorme vaso de
cerveza rodeado de gruesas rebanadas de tarta de avena, y en
la boca tenía su negra pipa. Cati se acercó a la lumbre para
calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó
tanto en responderme que tuve que repetírselo, temiendo que
se hubiera quedado sordo.
—¡No está! —masculló. Así que te puedes volver por donde has
venido.
—¡José! —gritó una voz desde dentro. —Llevo un siglo
llamándote.
Vamos, ven, no queda fuego.
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